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MUERTO EN â€‹COMBATE
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Anthony Alexander Valdivia Valencia
Arequipa, Perú

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Mañana gris. Las nubes se apelotonan en el inmenso y entristecido cielo arequipeño. Los primeros meses del año se enferman de lluvia, nubosidad y desastre. Los días amanecen entumecidos por el aguacero que cae de las alturas y que encharca calles y colapsa desagües. Un aliento húmedo, pegajoso se eleva de las avenidas lustrosas, de la vegetación chorreante y de las construcciones empapadas que no encuentran las caricias de sol para secar. El tiempo en la ciudad ha perdido su más preciada brújula, las personas desvarían al dar la hora; las siete de la mañana no se diferencia de las once, ni de la una ni de las cuatro de la tarde bajo ese manto enlutado y ciego de invierno.


Sorteando su traje perfumado entre la multitud que empezaba a hormiguear la plaza de armas, Ramiro caminaba apresurado hacia el Poder Judicial. Masticaba frenéticamente los fundamentos que usaría y su cerebro repasaba, una y otra vez, el rosario de artículos que desgranaría en unos cuantos minutos. El alboroto de sus zapatos desperezaba la humanidad grisácea de las palomas que brincaban y se alzaban en un barullo de aleteos. Atravesó la calle Mercaderes, encauzada en tiendas y negocios que bostezaban y que lentamente se restregaban los párpados de metal, hasta llegar al parque Quince de Agosto, para voltear a la izquierda y enfilar hacia su destino. El nerviosismo cosquilleaba su abdomen y lo hacía transpirar. Las horas, días y meses de investigación, de recabación de pruebas y testimonios terminaban hoy. La sentencia se dictaría. Cuando se zambulló de lleno en el caso intuyó que la infinidad de crímenes que Saico había cometido le estrujarían los ánimos, casi hasta pulverizarlos. Los cuerpos torturados y mutilados que aparecían en torrenteras cercadas de pobreza y olvido, los cadáveres bañados en sangre que moteaban el amanecer en la ciudad, con rostros irreconocibles y calcinados, engrosaban la larga lista de actos del líder de una de las bandas más sanguinarias del país: Saico. La palabra dejaba un sabor agrio en la boca al pronunciarse, envenenando de muerte y desgracia el paladar.


El rugido de los hilos de autos que se apiñaban en la calle Colón aumentaba conforme avanzaba la mañana. Para distraerse, Ramiro hizo que sus recuerdos bracearan en sus primeras clases de Derecho Penal, cuando iniciaba el tercer año de carrera. El sopor era incontrolable y la transpiración del día a las once de la mañana insoportable. Su muñeca se esforzaba por anotar cada palabra, cada concepto que flotaba de los labios del viejo catedrático. La frente devorada por la calvicie del anciano brillaba y sus carnes ardían, atizadas por la camisa, terno y corbata. En esos salones pululantes de sentencias, casos, acuerdos plenarios y torrentes de artículos comprendió que la justicia, que se esbozaba inalcanzable y ajena en este país, no lo era del todo para alguien que de verdad tuviera el coraje, las ganas y el valor de hacer un cambio. Posteriormente, con ayuda y recomendación de una de las amigas de su madre, logró ingresar a la fiscalía, apolillándose desde las ocho de la mañana hasta las dos de la tarde entre torres babilónicas de papeles, files y el tecleo constante de los computadores redactando aperturas, archivamientos, acusaciones y formalizaciones. Las ascuas iniciales, la sed punzante por suturar las heridas que el crimen y la impunidad habían dejado en este país, se maximizaron en los intestinos de aquel edificio. Tuvo que pasar mucho tiempo para que sus oídos pudieran recibir, finalmente, las caricias gratificantes de la palabra Fiscal. En ese largo camino pudo oler de cerca la fetidez de la corrupción, asquearse con las coimas que tintineaban en los bolsillos de policías, abogados y jueces; y sentir la respiración agónica de las víctimas de injusticias que desfallecían en procesos contaminados y ya resueltos, incluso, mucho antes de ser iniciados. Todo ello lo motivo a nunca detenerse, a no dejar de estudiar y a endurecer su carácter hasta volverlo pétreo e inflexible. Muchos violadores y asesinos se pudrían entre las paredes del penal de Socabaya por su culpa y su figura crecía como una sombra de terror para aquellos que decidían burlar el cerco de la ley.


El primer encuentro que tuvo con Saico fue cuando escuchó todos sus delitos desgajarse en el radio de su auto, que para estos días era solo un esqueleto metálico inservible, humeante y carbonizado, producto de uno de los tantos intentos de amedrentamiento que cayeron sobre él poco tiempo después de iniciado el juicio oral. Estaba consciente de que este golpe al crimen organizado sería fulminante; la prensa lo auguraba y su espalda se había acostumbrado a las palmadas de felicitación que recibía en el trabajo. Incluso algunas personas lograban reconocerlo en las calles y alfombraban su camino con elogios y frases de motivación. Era imposible no sonreír y dejar que la sensación cálida de triunfo suavizara sus facciones. Se acercaba a la última esquina, a la vuelta, el edificio enorme del Poder Judicial coparía toda su vista. Figuras enternadas revoloteaban a su alrededor como abejas en un panal ruidoso. Un semáforo carente de autoridad enrojecía. En esa misma esquina descansaba Ponchito, ensopado en el olor de tinta fresca. Respondió al saludo de Ramiro sosteniendo su boina y agachando la cabeza. El mural de noticias era la radiografía de un país, todo estaba allí; el poder, la tiranía, la corrupción, la delincuencia, las desigualdades, la cultura empobrecida y el morbo y chisme enaltecido. Uno podía dar su veredicto, sacar un informe médico y darse cuenta de la enfermedad nacional. Barrió las páginas coloridas y habitadas por fotos y titulares hasta llegar al diario regional más importante. Su rostro se estremecería y todos sus músculos se engarrotarían de pavor y mojarían de frío sudor al terminar la lectura de la noticia que ocupaba toda la primera página. El titular rezaba:


ASESINAN A FISCAL EN LA PUERTA DE SU CASA


El fiscal Ramiro Alonso Cáceres Gonzales fue acribillado esta madrugada por desconocidos en la entrada a su domicilio. El arequipeño que dirigía la investigación del líder de una banda criminal, Saico, murió baleado por un grupo de desconocidos al promediar la una de la madrugada. El funcionario judicial dirigía un importante proceso y ya anteriormente había sido víctima de múltiples amenazas. Se sospecha que fueron elementos armados en un automóvil en movimiento los que le dispararon a quemarropa. 


La fotografía que acompañaba al texto era de su cuerpo inmóvil, acostado en la vereda inundada de muerte y alumbrado por las cámaras de periodistas ávidos por cumplir su labor. Sentía los latidos de su corazón retumbar en su garganta, escapando por su boca abierta por la sorpresa. Unas nubes algodonosas encapotaron su mirada y sintió en todo el cuerpo el escalofrío de la muerte abrazándolo. Cálidamente en su pecho se abrieron como rosas los aguijones que las balas habían dejado, para llenarse de aire y dolor. Su memoria trajo de algún lugar recóndito la sensación de la sangre empapándolo y serpenteando por su piel. Intentó seguir caminando, clavando la vista en la puerta de la construcción estatal, pero fue inútil. Se desvaneció tras el último y definitivo zarpazo de esa fiera incontrolable que habitaba en su país desde hacía mucho tiempo.

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LA MAESTRA Y LA FOTO EN EL ESPEJO.

 

 

Por: Liana Formier de Serres
       Salto, Uruguay


CARPE DIEM


Arturo había comenzado la tarea de aprontar las mesas para el desayuno. Cuando llegó a la de Lucía, la maestra, alisó cuidadosamente el mantel, puso los cubiertos con esmero y la panera frente a ellos. Sacó un croissant de los que doña Ana, la dueña de la pensión, guardaba para Pablo, su marido. En un plato pequeño, colocó dos trozos de mantequilla en vez de uno, que era lo acordado. Hacía un mes que Lucía había llegado a la pensión. Arturo la recibió con un apretón de manos y ella lo miró con extrañeza. Ana interrumpió el momento y le dio la bienvenida. Doce años atrás, Lucía había estado alojada con ellos durante tres meses, supliendo a una colega de la escuela En ese entonces, Arturo tenía diez años y dificultad para hablar. Lucía, había preguntado a doña Ana la causa. La respuesta fue evasiva; “antes hablaba, pero más tarde dejó de hacerlo.”


Después de servir el desayuno, Arturo se ubicó en otra mesa: disfrutaba verla tomar su café. Con pequeños sorbos, ella terminaba rápidamente el pan y la mantequilla. En algunos momentos, él recibía su mirada, la misma del primer día, interrogante, como si buscara en su rostro una respuesta, un destino. Con otra taza de café y el croissant, daba por finalizado el desayuno y se marchaba a la escuela. Era amable con las personas, pero reservada.


Por las tardes, sentado en el porche, Arturo espera su regreso. Las clases finalizan cuando baja el sol. Es bonito verla acercarse con su paso elástico, ágil, su cabello recogido en una cola de caballo y sus ojos, cuyo color es un misterio que él no ha podido resolver, así como su propio origen, quiénes fueron sus padres.
A sus ocho años, con señas que Ana entendía, comenzó a preguntar por su mamá: la primera, acotaba con un dedo. A Ana, le había llamado: la segunda. “Eras un bebé hermoso. Llegaste en un invierno que me obligaba a tener tu cuna en la cocina, al abrigo del calor de mis guisos y siempre te he querido como el hijo que no tuve.” Él le señalaba la cuna doble, para dos niños, que todavía estaba arrinconada en una esquina de la enorme cocina. “Sí, cierto, la cuna es para dos niños, pero solo tú eres mi hijo, a tu hermano, nunca lo he visto”. Arturo se refugiaba en sus brazos y la besaba.


También a esa edad, había comenzado la escuela, con ciertos reparos de la maestra de entonces, reparos que no tuvo Lucía al hacerse cargo de las clases durante la suplencia. Con el regreso de la profesora anterior, Ana y Pablo, decidieron suspender su estudio. Al niño no le importó dejar la escuela. Lo entristecían las burlas de sus compañeros. Él quería expresarse, pero solo lo podía hacer con señas. Cuando las risas se convertían en coro, él regresaba a su asiento con la cabeza baja. Un mechón de pelo rubio caía rebelde sobre su frente, pero sin ocultar la armonía de su rostro.


El motivo de abandonar la escuela se debió también al fallecimiento de Rosa, la fiel criada que hacía las tareas domésticas en la pensión. Ana, comenzó a enseñarle a limpiar los cuartos de los huéspedes y con el paso del tiempo, en la medida en que él fue creciendo, le incorporaba otras tareas, como asear y aprontar el comedor antes y después de las comidas, incluso, servirlas. Con buen humor y el beneplácito de Ana, tomó posesión de esa rutina.


Distribuía bien su tiempo. Por las mañanas, temprano, disfrutaba de un paseo. En el camino de regreso, saludaba con la mano a los que ya salían para sus trabajos. El pueblo era pequeño. Algunos se reían de él, de su vaivén al caminar, de sus esfuerzos para expresarse, pero la mayoría le tenía cariño.
Arturo cumplía veintidós años cuando regresó Lucía. Ana, había organizado un pequeño festejo junto a los huéspedes, a la hora del desayuno. Algunas de las personas preguntaban acerca de ese joven que, a pesar de su limitación, era la mano derecha de la dueña. Apuesto, fuerte y siempre decidido a solucionar algún problema.
Como término de la reunión, Ana quiso compartirles un recuerdo.


—La primera vez que llegó Lucía, ese día Arturo cumplía diez años. Me había pedido una red para cazar mariposas que, por supuesto, le regalé. ¡Estuvo feliz! ¡Corrió toda la mañana detrás de ellas! ¡Así conoció a la maestra, en medio de su caza de mariposas!
“Sí, Arturo lo recordaba. Las recogía en un frasco transparente y se maravillaba con la mezcla de colores. Estaba por retirarse cuando voló hacia él la roja y negra. Esa, no la tenía. La tomó, y vio a Lucía que se acercaba sonriendo. La brisa hacía ondear su cabello negro, esparcido sobre una camisa roja. Pensó que se parecía a la mariposa que acababa de atrapar.
—¡Hola! Soy Lucía, la nueva maestra. ¿Cómo te llamas?
Él la miro, asombrado.
—¿Mañana nos veremos en clase?
Afirmó con la cabeza, abrió el frasco y sacó la última que había guardado. Se la ofreció. Sus dedos se rozaron un instante y él retiró rápidamente la mano. Bajó la mirada, confundido. Antes de seguir su camino, ella le dijo:
—¡Gracias! ¡Es preciosa!


Arturo la siguió con la mirada. Abrió el frasco, lo puso en alto y liberó las mariposas. Solo deseaba la roja y negra.”
Como todas las tardes, él estaba sentado en el porche. Balanceaba la mecedora rítmicamente; hacia adelante y hacia atrás. Esperaba su regreso, las clases ya debían haber terminado. Ella estaba demorando más que de costumbre y Arturo empezó a preocuparse. Bajaba ya el sol y el cielo consumía lentamente sus colores. Una serenidad gris pronosticaba el fin del día. Como una premonición y acompañada por la brisa del atardecer, llegó la primera estrella, la que no titila, y Lucía después. Se acercaba con un paso diferente, más lento que de costumbre, su rostro traía una expresión que el joven no supo interpretar, su cabello en cola de caballo se había soltado y acoplado a su andar formaban una cadencia maravillosa. La boca de Arturo se abrió en un movimiento rápido. Con la perplejidad estampada en su rostro la vio pasar delante de él sin recibir su saludo habitual, como si no lo hubiera visto, como si ella no fuera capaz de distinguir, en ese momento, más que sus sombras internas. Al pasar a su lado se le cayó un trozo de periódico que Arturo recogió. Se veía en él la foto de un joven sonriente, a punto de abordar un pequeño jet. La sorpresa lo hizo echarse para atrás para mirarla mejor. Decidió llevarla a su cuarto. La puso al lado del espejo y después, se observó. Sus ojos iban, desde la foto, a la imagen que le devolvía el cristal. Nuevamente la tomó… “Yo nunca estuve al lado de un avión…” pensó. El periódico, informaba algo así como que ese muchacho había fallecido en un accidente. Tendría que mostrárselo a Ana para que le explicara… o, ¿a la maestra? Sí, mejor a la maestra, era de ella.


A la hora de la cena, dejó el porche y se dispuso a arreglar las mesas. Ella no bajó al comedor. Terminadas sus tareas, Arturo fue al baño y se aseó. Se encaminó hacia su cuarto y pasó delante de la habitación de Lucía. La puerta estaba entreabierta. Se detuvo. Oyó un susurro. Empujó unos centímetros y sus ojos penetraron. Ella estaba desnuda frente al espejo y le daba la espalda, pero él también podía verla de frente, reflejada en el cristal. Su cuerpo blanco parecía escapado de la estatua que adorna la sala. La mandíbula de Arturo cayó repentinamente, como si un mecanismo interno se hubiera desajustado en ella. La foto, apoyada en el espejo, sonreía. El rostro de la joven tenía la misma expresión con que había llegado por la tarde. Sus manos en el cuello bajaban en una caricia que erguía sus senos y con las palmas hacia arriba descendían para llegar donde termina la blancura de su piel. El cabello suelto se mecía en esta danza triste lo que hacía más hermoso el conjunto. Arturo sintió un calor que le subía de la entrepierna hacia la garganta. Entró en la habitación y se ubicó unos pasos más adelante. Ella estaba absorta en sus caricias. Arturo hizo lo mismo en él, tomando esa parte de su cuerpo que emergía con una fuerza sin pensamientos, sin preguntas, solo emergía. Entró a un placer desconocido que lo llenó de paz, de bienestar. Cerró los ojos y le pareció ver el cielo poblado de estrellas. Cuando los abrió, estaba solo. Salió despacio.


A la mañana siguiente, creyó que el tiempo estaba detenido. Deseaba que llegara la noche para ascender nuevamente hacia las estrellas.


El día transcurrió sin ningún cambio en la vida diaria. Después de la cena, Arturo se detuvo frente a la habitación de Lucía. El silencio se imponía a su ansiedad. Apoyó la cabeza en la puerta y absorbió los recuerdos de la noche anterior. La emoción entró a su cuerpo y de su miembro emergió el deseo.


En una oportunidad en que el joven entraba a la cocina, oyó decir a Ana:
—Sí, parece que fue mal de amores lo de la maestra… el novio tenía la misma edad de Arturo y ya habían fijado la fecha de la boda. Fue terrible el accidente.
—… ¿sería el…?
Pablo detuvo su frase cuando el joven entró.


Arturo se habituó a la nueva rutina después de la cena, pero la puerta permanecía cerrada. A la semana siguiente, casi por costumbre, se detuvo ante ella. Una pequeña abertura permitía ver algo de luz. Su corazón latió más fuerte. Entró con sigilo. No había nadie, solo la foto, que desde el espejo lo miraba en silencio. Se agachó detrás de un sillón al oír pasos provenientes de la terraza, entonces la vio. Una bata corta amarraba su cintura y las piernas trazaban, en cada paso, una larga cadencia. La joven se sentó a su lado y lo miró. La sorpresa de Arturo no le impidió desatar la bata mientras sus ojos la recorrían. La atrajo y con suavidad, comenzó a acariciarla. Lucía cerró los ojos y él aprendió de su rostro, el placer. El calor le impedía respirar y ella le ayudó a desvestirse. Arturo apoyó la cabeza entre sus senos y sintió el abandono de la sensualidad. Su miembro erecto buscaba un camino que no encontraba, las manos de Lucía le orientaron y él, insaciable, recorrió ese camino una y otra vez. Extenuado, la miró. Sorprendió los ojos de ella en los de él y develó el misterio: eran azules y lo miraban con infinita bondad. Acariciándola la cubrió con la bata. Se puso sus ropas inmerso en una sensación de dicha y antes de salir, colocó su foto en el otro margen del espejo. Miró a Lucía que sostuvo su mirada. Cuando cerró la puerta, ella fue hasta el espejo, y, observando las fotos, quitó una y la echó a la papelera.


A la mañana siguiente, Arturo se despertó más tarde que de costumbre, bajó rápidamente para comenzar la tarea de aprontar las mesas para el desayuno. Doña Ana, de espaldas a él y sin mirarlo, inmersa en sus fogones, dijo:

—No arregles la de la maestra. Abandonó las clases y se marchó hoy muy temprano.
Asustada, Ana giró su cuerpo hacia el joven y la repetición de aquél grito desesperado, desgarró su corazón:
—...¡¡ ¿Por qué, Ana?!!... ¡¡¿Por qué?!!...

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