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UNA GOTA DEMASIADO LEJANA
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Norberto Rubén Dias de Sá
Ciudad de Buenos Aires, Argentina

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Se oía en las cárceles, ese infierno mundano donde se cumplen también condenas, se oía en los impuros baños públicos de Constitución donde ocurren otras impurezas, se oía en las calles donde la gente trataba de llevar adelante eso que llamamos vida, se oía en la lejana llanura donde pacía el manso ganado, se oía en el manso río por donde llegaron los no mansos conquistadores, se oía en los cementerios donde no debería sonar otra cosa que
el silencio; ya bastante habían soportado los infortunados que allí yacían para que se los molestara con más ruidos. Lo oía el cura de la iglesia del barrio mientras la sagrada misa, lo oían los perros, callejeros o no, cuando se retorcían y temblaban para dejar en las veredas un sorete respetable, digno de sus culos; lo oían los zorzales en los jacarandás de celestes flores, lo oían los pasajeros del colectivo 99 que no dormitaban, lo oían los defecadores
seriales mientras apretaban las tripas para soltar, precisamente, mierdas en sus inodoros de mierda; lo oían los amantes en los hoteles, entre los gemidos, entre los jadeos, entre los gritos, quizá más de un coito interrumpió; y lo oyó el señor Bacle, apenas despertó en su cama, en el segundo piso cualquiera de un edificio cualquiera también. El sonido le pareció al de una gota que caía en un vaso o en una pileta que nunca acababa de llenarse. «¿Ves que
sos un imbécil? —le dijo la señora Bacle, a su lado—, dejaste la canilla mal cerrada y desperdiciamos agua toda la noche». El hombre se puso de pie pensando que tenía una canilla floja, un caño roto o, lo que era peor, una filtración desde el departamento de la vieja de arriba, la pregunta era fácil de responder, bastaba asomar la cabeza acá, asomar la cabeza allá, y husmear adentro de esto y aquello, el departamento era pequeño, ahí a unos
pasos estaba la pared que le notificaba que el departamento terminaba y que por falta de más dinero solamente había podido comprar este tan diminuto; algo es algo, dirán los conformistas, sea como sea, revisó los ambientes pero no encontró la gota. Se oía igual en la cocina que en el baño con la puerta cerrada, en la pieza que en el balcón, era tan rítmica que, tras la caída de la primera gota, empezó a esperar mentalmente el ruido fatal de la
siguiente, e, inexorablemente, a los segundos, ahí estaba. «No hay ninguna gota», dijo a la mujer, «Seguro que la encontraste y limpiaste el piso para que yo no viera la mancha de agua, si sos un imbécil», dijo ella. Ahora que sabía que no venía de su departamento empezó a echar culpas al vecino este y al vecino aquel, la de al lado tenía cara de no arreglar las goteras o las canillas rotas, aunque el viejo del departamento del otro extremo
del pasillo tenía cara de lo mismo.


En la calle se dio cuenta de que la gota se oía en toda la ciudad, la gente formaba corrillos e intercambiaba las novedades, «La gota está doblando la esquina», «No diga pavadas, señor, la gota está a dos cuadras de acá», «Mi hijo llegó de La Plata y ahí la vio todo el mundo». El sonido no iba a desaparecer en el banco porque el señor Bacle hubiese llegado para trabajar, «Ese goteo me arruinó el desayuno», le dijo una anciana que quería
renovar un depósito, «Aquí, delante de usted, suena más fuerte, mientras estaba ahí sentada no sonaba tanto», dijo otra anciana, «No me quieras distraer con el ruidito ese, de seguro lo inventaron ustedes o el gobierno para dominarnos, contestame qué tasa de interés me van a pagar», dijo un viejo de mal genio. El matrimonio se enfrentó en la cena, él en una punta de la mesa, ella en la otra, la gota en el fondo de todo, pinchaban la carne y la escuchaban, levantaban el vaso y la escuchaban, la señora Bacle descubrió los signos de molestia en la

cara del espo so así que intentó una conversación, «¿Cómo estuvo tu día?», silencio-gota- 

 

silencio, «Aburrido», dijo él, silencio-gota-silencio, «¿Cobraste ese dinero que iban a pagarte?», silencio-gota-silencio, «No, no van a pagármelo», silencio-gota-silencio, «¿Por qué no?, quiero comprar un par de zapatos», silencio otra vez, «Porque no», respondió él, con parquedad, esta vez dos gotas cayeron juntas. «Hablé por teléfono con la mujer de Galignana, está contenta porque a su esposo le van a pagar esa plata, se nota que tiene más suerte que yo, o mejor marido». Luego vemos que en el comedor, en apariencia, la vida de ambos sigue tranquila, ella que recogió la mesa y lava los platos, él que se sentó en el sillón para ver la televisión, hasta hace un rato el señor Bacle no estaba tan pendiente del goteo, ahora, tras una gota, espera ansioso la siguiente, «¿Querés un café?», dijo la mujer, la gota sonó de nuevo, el señor Bacle no tenía ganas de decir palabra, incluso la pregunta le molestó porque lo distraía de la contabilidad del goteo, lo único que realmente importaba, «Callate, no me dejas oír —le gritó, al final— tu interrupción hizo que ahora no sepa si era la gota número mil o mil uno, ojalá vuelva la gota que perdí». Podía sentir como la gota le trepanaba el cráneo y le cavaba un túnel en los sesos, la respiración se le entrecortaba, y experimentaba los primeros indicios de ansiedad. Se fueron a dormir en esa cama en la que
desde hacía años no sonaban gemidos ni placeres, cada cual sabía lo que tenía que hacer, ella mirar hacia un lado, él mirar hacia el otro, y no esperemos un Hasta mañana, querida, que descanses, a estas alturas la ceremonia se había resumido a cerrar los ojos y ya. 

 

Repitieron el ritual, uno hacia allá, el otro hacia acá, en segundos pasaría lo de costumbre, les llegaría el sueño, pero el goteo se acostó entre los dos, lo peor era que no se trataba de ir al baño y encontrar ahí la gota, ir a la cocina y encontrarla en la canilla, ir al comedor y encontrarla entrando como un ladrón por el techo, lo peor -digámoslo-, era que por más que se buscara no encontraría una gota en ninguna parte. El señor Bacle se propuso soportar acostado lo más posible, boca abajo, boca arriba, de costado, quizá solo se tratara de girar la
cabeza (la gota, la gota, la gota), al final se puso de pie, la mujer se quedó en la cama mientras veía a su esposo que cerraba las ventanas, corría las cortinas y bajaba las persianas. «Siempre fuiste un perdedor —dijo ella—, hasta para enfrentar una gota», y mientras decía esto, lo veía encender las tres radios y el televisor, para ponerlos a todo volumen, hasta que el ruido de la música ahogó el de la gota y sonó más fuerte que ella.


El esposo no durmió esa noche, cómo dormir con ese batifondo; se quedó en la cama, con los ojos bien abiertos, mirando el techo, en la mañana se excusó para no ir al banco, «Con ese ruido en el mundo, no se puede trabajar», explicó al gerente. Se vio cara a cara con su esposa durante la cena, «No hice de comer», dijo ella, mientras armaba un rompecabezas de mil piezas. Sonó la gota. «Está bien, yo tampoco trabajaré más», dijo él,
mientras repasaba el periódico. «¿Llamó nuestra hija?». Silencio. «Murió hace veinte años, antes de nacer», contestó la mujer. Silencio. «Es verdad», «No tuvimos más sexo después: 


hace años que no me tocás». Silencio. «Te compré un perro: además, hoy la gente tiene un solo hijo», «Es cierto», dijo ella. Silencio. «Tendrás para entretenerte con ese puzzle», «Son diez rompecabezas». Silencio. «Deberíamos poner algo debajo de la puerta, está entrando mucha agua, la siento por encima de los tobillos», dijo ella, «Sí, deberíamos —dijo él, silencio—, acabo de sentir el agua: mañana lo haremos juntos, ahora tenés que terminar tu
puzzle». Silencio. «Es verdad», contestó ella. Silencio. «Al menos, la gota dejó de sonar», dijo él.

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UNA TARDE SOLEADA

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Por: Felipe Ignacio Trigo Carvajal
Ciudad de Antofagasta, Chile

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No importa, pensó. Ya no podría hacer otra cosa, solo mirar cómo la serpiente hundía sus colmillos, largos y finos como agujas de coser, sobre una de las esquinas del libro abierto. 


Era de un color verde, vivo y fresco, como el del jardín bajo la luz de la tarde. Solo la panza tenía un tono blancuzco, mientras que las escamas, más gruesas en el lomo, eran aceitosas y lustradas, suaves como la seda. Aunque le pareció bellísima, tuvo que esforzarse por mantener la calma, pues supo que se trataba de su brazo izquierdo y que irremediablemente el animal permanecería unido a él.


Mientras el reptil lo miraba fijamente —con unos ojos acuosos y amarillos, igual que un limón abierto a la mitad—, recordó que esa mañana había despertado temprano, cuando la luz todavía blanqueaba tímidamente las cortinas y espolvoreaba el rostro dormido de su esposa. Entonces lo entusiasmó la idea de que las horas avanzarían claras, templadas y leves. 


Sostenidas por aquel aire que la primavera trae silenciosamente desde lejos. No se equivocó, pues quiso pasar el resto del día en la terraza. Por lo que decidió tomar el libro marcado casi al final, pensando que no podía perder la oportunidad de acabarlo en ese mismo momento.


Además su esposa, enterada del buen tiempo, quiso preparar algún bocado que luego podrían disfrutar al frescor de la tarde.
Afuera, las enredaderas que se aferraban a la sombrilla de madera, se abrían en cientos de brotes rechonchos y colorados, mientras las abejas pasaban zumbando ceremoniosamente en círculos sobre las flores recién abiertas, atacándolas de vez en vez para luego escapar hacia la hilera de árboles bajos que separaban el jardín de la calle. El follaje, como una cascada vegetal, era transparentado por la luz que navegaba tiernamente hasta las puntas de las ramas, cayendo sobre el adoquinado de piedras blancas en donde terminaba por desgranarse en un mosaico de luz y sombras. Las mariposas, brillando como chispas luminosas, revoloteaban
inquietas bajo el sol, que también resbalaba por los manojos de hierbas que se levantaban desde la tierra curvando sus tallos verdes y aromados.
Toda aquella naturaleza le pareció tan viva y desbordante —incluso arrogante—, que hasta lo impresionó no haberla visto antes. Por lo que creyó, sintiendo una extraña satisfacción, que ese mismo cuadro jamás volvería a repetirse ante sus ojos. Abrió el libro y, sumergiéndose entre sus páginas, se inclinó gratamente sobre el respaldo de la silla. Sintió que de a poco una tibieza se fue estancando bajo su pecho.

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Pero sin duda algo lo distraía. Algo que seguro provenía desde el ambiente, quizá desde las plantas o los aromas. O desde él mismo. No lograba adivinarlo. Hasta que después de algún tiempo aquello lo obligó a interrumpir la lectura. Dejó el libro sobre la mesita blanca de la terraza y se extravió una vez más en la serenidad del entorno. De pronto una sensación le pareció casi tan remota como vívida; ser pequeño para adentrarse en el jardín. Poder deslizarse de barriga sobre la tierra mojada y esponjosa, oler el pasto fresco y rezumante, meterse entre los agujeros estrechos de las piedras o treparse hasta las copas de los árboles, igual que los insectos que subían a tomar el sol.


Fue entonces, cuando se inclinó otra vez para retomar la lectura, que su brazo se había convertido en aquella serpiente que masticaba la esquina del libro, mirándolo con el mismo sosiego y claridad del sol avanzando en mitad del cielo.


Se levantó lentamente, sin inquietarse. Cerca estaba la parrilla de ladrillos en donde vio un par de guantes gruesos. La serpiente, que no se movía, lo hizo pensar en que al ser parte de su cuerpo podría controlarla a voluntad, pero se alarmó al ver que el animal podía hacerlo independiente a sus deseos. Luego de unos pasos, alcanzó uno de los guantes y ágilmente cubrió la mano transformada. Al instante sintió que el reptil se revolvió dentro, enrollando tenazmente sus músculos constrictores y dando fuertes mordiscos a la tela. Le dio la impresión de que la serpiente también sentía la necesidad de deshacerse de él, cosa que hasta
le provocó algo de lástima, porque siendo uno de sus brazos, aquello no ocurriría. Incluso imaginó que la serpiente esperó deliberadamente la llegada de aquel día perfecto para emerger desde su cuerpo, y que mientras tanto, quizá durante semanas o tal vez meses, se entretuvo recorriendo sus tripas o durmiendo bajo su pecho, y por qué no, hasta metiéndose en sus pensamientos.


También tuvo claro que no podría decírselo a su esposa, quien a través de la ventana del comedor ya se veía ordenando los bocados para salir a la terraza. No se atrevería, por ningún motivo, arruinar aquella tarde. ¿Qué diría ella ante esa escena, por poco, intolerable? Se espantaría. Seguro le vendría un desmayo o perdería la razón. No podía dejar que ocurriera. 


La desesperación comenzó a nublarle las ideas. Quiso entender lo que estaba ocurriendo. Sin embargo, le pareció un suceso, más que espantoso, totalmente absurdo. Pero a la vez la serpiente le evocaba algún recuerdo. Quizá una situación ocurrida mucho atrás que ya había olvidado, y que ahora lo invadía como un sentimiento hermoso y reposado. De pronto el brazo se agitó fuerte. Se desesperó. En eso vio que junto a la parrilla también colgaba un viejo machete carnicero, cuya hoja cuadrada y milimétrica resplandecía a contraluz.


Tiró fuerte del guante. La serpiente volvió a brillar bajo el sol, batiendo con inocencia su lengua bifurcada, húmeda y aplanada. Otra vez al aire libre, al reptil nada parecía extrañarle. 


Siquiera la hoja del cuchillo, que la amenazaba haciendo rebotar la luz sobre sus escamas geométricas. Tampoco la tarde refrescante de primavera o el zumbido de las abejas. Ni el susurro del follaje enrollándose en el aire, siquiera las flores abiertas y tornasoladas parecían interesarles. Nada; solo respiraba como un cazador agitado. En ese momento, aquel ser llegó a parecerle bellísimo. Manso. Incluso inofensivo. Pero no podía dejarlo con él; aunque quisiera, estuvo seguro de que no podría vivir con su brazo convertido en una víbora. 

 

Entonces lo decidió. Apoyó la extremidad al borde de los ladrillos, a la altura en donde la piel se tensaba en una membrana de tonos verdosos y ocres, engrosándose a medida que bajaba hasta la mano convertida en cabeza. Resolvió que el golpe debería ser seco y potente, porque el dolor y la conmoción seguro no le permitirían dar otro. Sería solo uno, definitivo, el que acabaría con todo.


Cerró fuerte los ojos, sintiendo un cariño por la serpiente que, por un momento, inseparable de él, abrigó tiernamente su corazón. Ya había elevado el machete, calculando la distancia del corte para que toda la potencia se concentrara en la delgadez del filo, cuando de pronto, mientras la amargura le cerraba la garganta, el seco estruendo de los platos rompiéndose contra el piso lo detuvo de golpe.


—¡¡Una serpiente!! —gritó su esposa, casi aterrada en el umbral de la puerta.


Al abrir los ojos, con el brazo en el aire, todavía paralizado sobre su cabeza, sintió que la conmoción de los nervios había plasmado en su rostro aquel dolor que sentiría al recibir el impacto del machete. Cuando giró para encontrar a su esposa, logró ver que la serpiente, deslizándose rápidamente hacia las plantas enmarañadas del jardín, reflejaba sobre su piel verde los últimos rayos de luz de aquella tarde soleada.

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