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Cuento Ganador, III Versión, Año 2001

ÁRBOLES EMPLUMADOS

 

 

 

Por Pedro Vargas Hernández

(Bogotá, Colombia)

 

           

 

 

     “J’ai revé d’un nid oú les arbres repoussaient la mort”

Soñé con un nido donde los árboles rechazaban la muerte.

Adolphe Shedrow

 

 

“La choza, con su techo de juncos, me ha hecho pensar en el nido de un reyezuelo”

Vincent Van Gogh

 

           Edith pensó que eran aviones. O helicópteros. Pero sólo eran bandadas de pájaros. Miles de pájaros enormes, fabulosos y feos, que hicieron vibrar con su loco aleteo las láminas de zinc en lo alto de las viviendas. Y que por espacio de una hora ensombrecieron el cielo de Domingodó –como hacían todos los años– escapando a los duros días de invierno en Canadá.

     Había un algo de violento y desesperado en el palpitante aleteo y fue eso lo que creó en Edith la idea de aviones de fumigación. O helicópteros artillados. La joven mujer tenía sólo tres días de conocer el lugar y la visita de esas aves causó en ella una gran conmoción. Como la habría causado en una niña pequeña, la llegada a casa de un pariente desconocido, escandaloso y raro.

     Para los habitantes del caserío, en cambio, los pájaros eran como fastidiosos y conocidos familiares. De esos que llegan por navidad contando siempre las mismas historias, atrayendo desgracias, diciendo mentiras, hablando y riendo muy alto. Los González, les llamaba Yadira, recordando a unos raros primos y escupiendo por el suelo. Unos de esos payasos cósmicos que se dan en todas las familias numerosas; a los que todos lo parientes viejos miran con desprecio y que inspiran en los niños sentimientos encontrados de asco y compasión.

     -¿Sabías que esos malditos pajarracos significan desgracia? –preguntó Yadira después de reprenderla por estar asomada a la ventana.– Dime niña, ¿no es una desgracia tu visita? Y la llegada del chico… ¿Acaso esperas que yo lo alimente?... ¡Te olvidaste de traer al padre, estúpida! ¡También habría algo para él!…

     y Edith no se alejó del cristal. Tomó una banca y permaneció allí sentada, aparentando escuchar el gárrulo monólogo de su hermana. Se esforzaba por parecer interesada en las palabras de Yadira –o preocupada por el llanto de los niños asustados por el loco aleteo– pero algo afuera, algo que se movía en la hilera de árboles, que rodeaba las plantaciones de plátano, robaba su atención. Ella no se decidía a objetar las palabras de la hermana mayor. Pero no era porque su ofensiva actitud le infundiera miedo o respeto, como pensaba ahora Yadira. Era un desaliento el que la obligaba a permanecer callada: el cansancio de tres días escuchando lo mismo, unido al sofoco que produce vivir en la incertidumbre. El mismo cansancio quizá que se dibujaba en el rostro de los hombres armados que vio en el camino. Una mezcla, en suma, de perplejidad y fatiga que le decía que la humillación era soportable, mientras su hijo estuviera con vida…

     -Si tan solo pudieras hacer algo por mí –embestía de nuevo Yadira.– Dime niña. ¿Podrás acaso fregar la ropa o cuidar a los chicos? ¿Sabrás cocinar algo decente?

     Y Edith permanecía en silencio. Sentada frente a la ventana repartía su atención, entre el rostro anguloso y la nariz ancha de la hermana y el movimiento misterioso en los árboles.

     -¿No habrás perdido el habla, cierto?... Es decir, a parte de todo lo que has perdido ya…

     Así hablaba Yadira. “Todo lo que has perdido ya”, fue dicho con un desagradable acento. La misma entonación fastidiosa con la que decía “niña”. Y a estas palabras les añadió una primera risa agria y burlona, pequeña y cargante. Una risita como de melocotones demasiado maduros.

     -Tú también tienes un hijo –contestó por fin Edith.

     -¿Qué? ¿Qué dijiste? ¡Repite eso ahora mismo!... ¡Y deja de mirar esas malditas aves!

     -Tu también tienes un hijo pequeño –repitió la joven, usando para ello una voz muy baja. Y luego añadió, recordando a los hombres que viera en el camino:

     -… Y tendrás que hacer algo por él.

     -¿De qué me hablas? –gritó con rabia Yadira, interponiéndose entre ella y la labor de los pájaros en los árboles–. ¿Acaso estas loca?

     -Tú misma lo dijiste, que esos pájaros significaban desgracia… ¡Pero no se trata de mí, Yadira! Y, por otra parte, quiero decirte algo que se me ha ocurrido mirando esos árboles emplumados, delante de los árboles de plátano…

     ¡Árboles emplumados! ¡Árboles de plátano! Así dijo ella, señalando dos veces con su mano. Y eso fue lo que provocó en su hermana, por segunda vez aquel día, esa risa. La agridulce carcajada de melocotón dañado. Sólo a una chica como Edith se le ocurría decir semejantes palabras. Ella no sabía que los plátanos no son árboles, sino enormes plantas. Y la notable cantidad de aves invadiendo las copas de los árboles que rodeaban la plantación –esa mezcla heterogénea, la imagen llena de brillantez y energía, de grandes hojas verdes y plumas muy azules– habían puesto en su boca esas lindas palabras. ¡Árboles emplumados!, fue dicho con un acento especial. El mismo dulce tono de voz que usaba la joven para dormir al niño. Ella le decía nené-duérmete-nené, con esa entonación singular.

     Al día siguiente llegaron los asesinos. Era muy temprano y Yadira regresaba de comprar dos botellas de leche. Los frascos de cristal se quebraron y fue por eso que el charquito de sangre a su lado tomó un ligero tinte rosa.

     Edith murió en la casa. Asomada a la ventana vigilaba una vez más –y ahora con un inusitado apego– el secreto movimiento en los árboles. Su delgado cuerpo –proyectado a través del cristal roto y flexionado por la cintura, en el antepecho de ladrillo– parecía una estilográfica averiada que dejaba escapar hilos de tinta roja por la pluma. Hacía pensar en una desesperada mujer que al ver tan próxima la muerte, hubiera querido alargar su brazo y llevarse consigo los árboles y los pájaros. También parecía –o al menos eso pensó uno de los hombres que le disparó– que con ese brazo derecho extendido –la pluma por la que deslizaba la tinta-sangre– ella estuviera rematando una macabra reverencia.

     Al comandante le pareció muy raro no encontrar chicos en la casa. Los pañales, la ropita y los biberones, hablaban de dos niños muy pequeños.

     -En casa de familiares, tal vez –dijo uno de los asesinos.

     Y se marcharon en busca de un nuevo caserío, no muy convencidos de haber hecho bien su trabajo. Ligeramente contrariados y con el mismo cansancio en sus rostros.

     Si hubieran estado allí otros minutos, tal vez habrían escuchado el encumbrado llanto. El monótono lloriqueo de los chicos –un gemido apenas audible, pero lleno de congoja– que se escondía tras el enloquecido grito de los pájaros. Al fin de cuentas, la leche y el calor reclamado por esos niños envueltos en mantas –hábilmente enredadas en las ramas cubiertas de musgos y de hojas– se habían regado, se habían mezclado con la sangre, en el jardín y en el andén. Alguien los escucharía muy pronto de todos modos, alguien los rescataría. Porque era muy justo lo que una preocupada Yadira –inopinadamente humilde y seria– le dijera a la hermana, la noche anterior:

     -Sí, tienes razón Edith. Esos ruidosos avechuchos parecen estar allí muy seguros… Además, todos algún día hemos encontrado un nido.

  

 

 

 

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