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Cuento ganador, Versión VI, Año 2007

EL TRAPERO BRAULIO Y LA FÁBULA DE AGUASNEGRAS

 

Por Miguel Paz Cabanas

(León, España)

 

 

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          Ahora que hago memoria, y vuelvo a los territorios de la infancia, creo que su origen era más bien humilde, o al menos eso decían -con la mueca burlona en los labios- los patriarcas del pueblo, mientras esgrimían tesis malévolas sobre su legendaria obsesión.

Al Trapero Braulio lo conocía yo por una filiación más esquiva y, a la postre, menos falaz: era padre de B., trepador imbatible, amigo fiel y gran pescador de carpas. Juntos habíamos perpetrado algún que otro alboroto (como cuando hinchamos con zarzas los calzones del capellán), pero yo a su padre lo veneraba por sus intercesiones, sin las que, a buen seguro, hubiésemos sufrido más de un verdugón.

Al margen de los chismes sobre su linaje, el Trapero era un hombre generoso y, por extraño que parezca, un modelo de virtud. Le cautivaban las misas en latín (yo creo que por la sonoridad de nuestra Iglesia) y era proclive a dar largos paseos, durante los que, entre pipa y pipa, echaba el tiempo en meditar. Precisamente por eso, por su tendencia a la reflexión, me exasperaba oír lo que se insinuaba de él y la suficiencia con que el necio de mi padre –con el tocino inundándole la boca-, me lo subrayaba casi a diario.

-Es un emigrante sin pasado ni futuro, y además un excéntrico.

¿Cómo puedes apreciar a alguien que recoge los desperdicios ajenos y los almacena en su casa?

     ¡Oh, sí, la basura y el Trapero! ¿Habré de confesar que ni siquiera yo logré hallar un pretexto para semejante obsesión? Si en aquellos años me hubieran solicitado un retrato de Aguasnegras, habría alardeado de ciertos enigmas (la cueva donde crecía como una nube la raíz de sasafrás, o las enaguas de zaraza que aparecieron ensangrentadas junto al río), pero nunca, ni por asomo, de algo similar a un basurero. Entre otros motivos porque, siendo la nuestra una villa próspera, era mucho lo que nos sobrara y no imaginábamos que nadie le pudiera conceder algún valor.

Cómo llegó a fraguar aquella idea en el Trapero y cómo alcanzó prioridad entre sus aspiraciones, fue algo que nunca logré descifrar. Incluso abordando a B. sólo hallé titubeos, como si cualquier mención al proyecto paterno, fuera para él algo tabú:

-Bueno, no sé, cuando no está soltando discursos sobre el respeto a la naturaleza, se dedica a recoger lo que otros tiran por ahí. Mi madre dice que emplea palabras muy raras, como residuos y reciclaje... Pero no sé mucho más.

Mi insistencia sólo acentuaba sus recelos y un torbellino de pleitos que nunca finalizaban bien.

Se deslizaron dos otoños, durante los cuales a mí me creció el bigote y al señor Braulio encarnizados enemigos. Todo el mundo se deshacía en juicios prematuros y en Octubre, con la llegada de un extraño mercader, los rumores adoptaron un cariz venenoso.

Aquel buhonero, elegante y taimado, captó enseguida la merced brindada y el beneficio que había bajo la triste conjura. Con verbo florido, propio de alcahuetes, consiguió seducir a medio pueblo, alcanzando entre los crédulos rango de nigromante:

-Veo que una negra tempestad se abate sobre esta llanura, antaño libre y fértil... ¡Abre bien los ojos, labrador! ¿Permitirás que la semilla del mal espigue en tu casa? ¿Dejarás que un intruso degollé ante tus ojos el Cordero de Sión?

Las arengas del bribón acabaron por propagarse como el aceite, sembrando la cizaña en el alma de Aguasnegras. Tal fue su elocuencia y el poder de sus amuletos (ocultaba en su bocamanga higas de azabache, piedras de lechisangre y manos de tejón), que, para cuando se hubo evaporado del todo, los lugareños presagiaban algún mal y hubo quien, lleno de ira, echó el mal de ojo contra la hacienda del Trapero.

Lo cierto es que tras su evasión comenzaron a suceder cosas pasmosas, hechizos que turbaron la paz clerical del pueblo: la nata de los cántaros se corrompía sin motivo, los orinales estallaban en la flor de la noche y a Frau Hazel, hermana de la alcaldesa, le brotó un lunar color azafrán justo en mitad de la frente.

-Sin duda es la peste –aventuró uno.

-O acaso la piorrea –apostilló otro.

-¿No será por copular de pie? –sugirió un borracho.

Frau Gretel, esposa del alcalde, y a la postre alcaldesa, fue quien más lejos llevó su odio hacia Braulio y hacia cualquier adhesión a su causa. Es posible que sin ella las cosas se hubiesen resuelto pronto, pero a pesar de lo que se insinuaba en las vinaterías (que había yacido entre los brazos del buhonero), nadie osó desacreditarla, ni mucho menos juzgar sus acusaciones. Su esposo, Van Helsing, alcalde conciliador, fue el único que no emitió opinión alguna y que, en medio de aquel delirio, logró conservar una pizca de calma.

-¡Me han comunicado que ese loco ha construido lo que él llama una Planta de Reciclaje! –graznó su consorte días después -. ¿Pero, de qué demonios se trata? Si no quemamos ese maldito lugar, seremos el hazmerreír de la comarca.

Sea como fuere, su frenesí acabó por contagiar a los más escépticos y, poco antes de San Tadeo, exultante y rabiosa, congregó a sus adictos en el jardín rectoral. Todo el pueblo, incluido mi padre, aportó una idea descabellada y, a pesar del mosén y su olor a santidad, nadie dejó de proferir sandeces.

-Podríamos untarlo con brea y arrojarlo a un pozo... –aventuró uno.

-¡O deslizar su cuello por una soga de cáñamo inglés! –apostilló otro.

-¡Asaltaremos su maldita casa esta noche! –concluyó, sin más sutilezas, Frau Gretel.

Así fue como aquella pesadilla, o si lo prefieren aquel desvarío, tuvo su triste comienzo una ventosa y desquiciante noche otoñal. Alguien, al que tardaría en volver a ver, avisó al Trapero con tiempo suficiente, evitándole un desenlace aciago y miserable. Pero algo me dice que Braulio permaneció oculto en la sombra, testigo inmutable de todo lo que sucedió: los pavorosos acontecimientos que, para escarnio de su reputación, ensombrecerían eternamente la memoria de Aguasnegras.

Entre algunos cronistas es lícito admitir que a veces la Historia carece de pretextos y que son hechos banales los que le confieren sentido: algo así me ocurrió a mí aquella noche, mientras observaba cómo mi pueblo –ebrio de ira y moscatel- corría enloquecido en pos de su ruina.

Parece que los estoy viendo pasar ante los cristales de mi casa, como una pantomima jadeante y atroz: artúricos, portando en sus puños gruesas antorchas, acaudillados por una mujer de semblante terrible.

Era otro el que estaba llamado a socorrer al Trapero, pero a mi manera yo también lo intenté. Aquella tarde salí a hurtadillas de mi cuarto y, tras cruzar la plaza como un mendigo, me interné silencioso en el bosque. Pero no preveía que un puñado de hojas sepultase la senda y al poco me vi extraviado, mirando a mí alrededor con alarma creciente. Fue entonces cuando, a mi espalda, oí un resuello fantasmal y descubrí, sentado sobre su rucio, a maese Heribert.

-¡Señor boticario!

-¡Vaya! ¿De dónde sales tan desmayado, Christian?

-¡Me he perdido, señor! Salí en busca de mi padre y... dejó dicho en casa que si aparecía el inspector de pesas y medidas, fuéramos a avisarle.

-No te aflijas. Es normal extraviarse por aquí en esta época. Monta, muchacho.

Fue sin duda el viaje más largo y angustioso de mi vida, no tanto por el rango del séquito, como por su medio de transporte. El boticario, orondo y locuaz, me instruía con sus sandeces y su pobre bestia flaca, hambrienta o confusa, se detenía sin motivo.

-¿Qué le ocurre? ¿Por qué se para? –inquiría yo con desespero.

- Medita.

-¿Cómo?

-Los burros son afines a nosotros en que a veces se paran y meditan –indicó el boticario conmovido-. Lo que no sé decirte, es en qué.

Era, pues, el asno de Her Heribert un pollino intelectual y a fe mía que no volví a toparme nunca más con otro semejante.

A fuerza de dar rodeos acabamos tomando un atajo y descubrimos en un cerro a la chusma iracunda. Era noche cerrada, casi uterina, y la luna, con su rubio resplandor, iluminaba la cripta del cielo. Acerté a ver a mi padre entre dos cipreses, aunque su aspecto, a diferencia del de la tarde, era más taciturno.

-¿Pero tú, qué haces aquí? –gruñó al verme.

-Me perdí jugando en el bosque –volví a mentir.

-Ya hablaremos –replicó con tono amenazador-; de momento, vamos para casa.

-¿Pero, y el Trapero? ¿Qué ha sido de él?

-Pregúntaselo a la alcaldesa –agregó misteriosamente.

Fue en ese instante cuando advertí que en mi viaje asnal (que no astral) había perdido la orientación y que, creyendo ser perseguidor, era más bien cautivo.

-¿Pero... –continué-  y la casa? ¿La habéis quemado?

-¿Cómo quemar tu propia memoria? –replicó él con un estremecimiento, y acto seguido me asió por el cogote, empujándome con fuerza colina abajo.

No hubo manera de sacarle una palabra más, ni durante el retorno a casa ni durante los meses siguientes. Todo el pueblo se sumió en un silencio vagaroso, un silencio que habría de durar treinta años. En cuanto a Frau Gretel, la nibelunga resentida, acabó ingresada en un sanatorio, víctima de violentos y extraños delirios. Tiempo después conseguí graduarme y mi padre, hartó de mis aspiraciones, optó por enviarme lejos: tan lejos de Aguasnegras y su niebla como nunca lo había estado hasta entonces.

La verdad, la ominosa verdad, no la supe hasta veinte años después. Quiso la providencia que después de mi exilio no regresara a Aguasnegras y que un telegrama trágico y escueto me impulsara a volver a él.

No pude, sin embargo, asistir al entierro y cuando puse los pies en su plaza –en un día lúgubre y lluvioso, como lo suelen ser allí-, comprobé que estaba solo y que nadie, ni siquiera el sacristán, acudiría a recibirme. Vacilé bajo la luz mortecina de sus calles y, tras un rato deambulando –intentando evocar en su estructura un rasgo civil-, acerté a ver una figura, en la que, despejada la duda, reconocí una torpeza familiar: me acerqué a ella con expectación y, llamándole tímidamente, descubrí al antiguo alcalde del pueblo.

-¡Van Helsing! ¿No me reconoce?

-¿Christian?... ¿Eres Christian?

-¡El mismo!

Los dos nos fundimos en un abrazo y, después de celebrarlo, Van Helsing agregó:

-¡Sabía que vendrías! ¡Te tachaban de descastado, pero yo sabía que aquel diablillo regresaría de nuevo!

-El tren se retrasó. Me hubiera gustado asistir al entierro de mi padre...

-Lo sé, lo sé –dijo sombríamente-; pero, quizás haya sido mejor así. Después de todo... ¡Escucha! Has de venir a mi casa y hablarme de muchas cosas. ¡Tengo un venado asándose en el horno!

-Pero...

-¡Nada de excusas! ¡Te espero a cenar! –zanjó y quedamos en vernos en unas horas, en la taberna que había junto a su casa, casi al filo del anochecer.

¡Oh, aquella velada en casa de Van Helsing! ¡Aquella historia que brotó trémula de sus labios! Nadie a quien se la haya narrado me ha podido creer y no son pocos los que, tras atenta escucha, han dudado de mi juicio. Pero, a pesar de mis detractores, he de confesar que yo sí le creí y que conservo como una revelación sus confidencias nocturnas: me refiero a las palabras de Van Helsing, el alcalde cornudo, la lúgubre crónica que aquel viudo cabal me desveló, sollozando, en la cocina de su casa...

<< Me dices, Christian, que aquella tarde de desdichas te rescató del bosque el asno del boticario y que no llegaste a ver nada. Mejor así, te lo aseguro; mejor así... Parece que aún me resuenan como truenos los graznidos de mi esposa: “¡Extingamos al amante de los libros! ¡Acabemos de una vez con él!”... Estaba rabiosa, era como una víbora en celo, como una walkiria bañada en alcohol. A medio camino se le zafó un sostén, ya ves tú, pero le daba igual, allí iba con su pezón al aire, con su blusa tirolesa, saltando por los taludes como una cabra loca. Parecía, literalmente, que se iba a comer el mundo.

>>Pero faltaba sólo media legua y nadie sabía lo que iba a suceder. ¿Por qué no se veía al Trapero? ¿Por qué no aparecía huyendo colina abajo? Éramos una piara salvaje y nuestro resoplido, áspero y creciente, debía sentirse lejos: ¡Me atrevo a pensar que hasta en la mismísima alcoba de Braulio! Sin embargo, lo único que podíamos oír, como un morse fúnebre, era el infatigable son de los grillos.

>>Llegamos a su heredad y ante nosotros se alzó una fila de chopos. Sabíamos que detrás se hallaba su casa y la obra que nos había llevado hasta él. Pero, llegado el momento, nadie se atrevía a seguir: permanecimos inmóviles, sin mover un solo pie, mirándonos con inquietud y paulatina congoja.

>>-¡Hatajo de nenazas! –rugió mi mujer en ese instante-. ¿Es que no va a haber en Aguasnegras un solo hombre con los cojones en su sitio?”

>>Fue tu padre el primero que se movió, y después de él otro más, no recuerdo quién, y por último, acuciado por las miradas, yo mismo.

Christian –susurró Helsing entonces, clavándome una mirada febril-, lo que te voy a decir sé que es algo fantástico, pero debes creer en la bondad de mis palabras: El Trapero sacó adelante su obra, no se arredró en absoluto. Cuando alcanzamos por fin su casa nos la encontramos allí, majestuosa y absurda, como inspirada en un sueño demente... No sé cómo, ni cuándo la había construido, pero existía, estaba físicamente allí... Al principio, no encajábamos ninguna pieza, ni sabíamos qué sentido tenían. Todo lo que veíamos parecía usado y sin valor y, sin embargo, había en todo una extraña solidez: en las sillas, en las lámparas y las camas, en las viejas cortinas pintadas a mano… ¡Incluso un perchero que había dormido en mi casa y mi esposa había arrojado a las aguas del río! Pero lo más admirable, Christian, es que a nuestro alrededor, mirásemos donde mirásemos, sólo había cosas fabricadas con deshechos: con cartón y hojalata, con vidrio, con papel… Objetos maravillosos salidos de la nada. Recuerdo (es como si lo estuviera oyendo ahora) que se alzó en el grupo una exclamación de estupor>>.

El viejo alcalde carraspeó con dramatismo y, tras mojar la nuez con orujo, añadió:

-Pero había algo más, Christian, algo para lo que nadie estaba preparado.

-¿Qué quiere decir?

-Verás –empezó ceremonioso-, el Trapero nos tenía reservada una sorpresa, algo aparentemente inocuo, pero que hizo aflorar en la cara de los presentes un rictus helado… Detrás de la casa, en un gran cobertizo rojo, tenía cientos de volúmenes, libros que los vecinos de Aguasnegras habían arrojado a la basura…

-¿Libros?

-¡Libros! ¡Libros de todas las clases y tamaños, algunos de ediciones rarísimas y lujosas, de valor casi incalculable!

-¿Cómo es posible?

-Pero lo más curioso, Christian, es que, cosido a cada uno de los lomos, había un papel de seda con el nombre del propietario y la fecha en que se desprendió de él. Tal vez su intención era devolverlos algún día... puede que a sus descendientes.

-¡Es inaudito! ¿Cómo pudo saber a quién pertenecía cada libro? Me pregunto por qué, a pesar del escarnio, perdió tanto tiempo con semejante empresa.

Entonces el buen Helsing se levantó y, reflexionando en voz alta, dijo:

-¿Quién lo sabe con exactitud? Desde entonces he pensado muchas veces en lo que somos, en lo que nos hemos convertido con el paso de los años. Tal vez la mejor forma de identificar a una comunidad es escarbar en su basura, saber qué desperdicia o de qué se desprende sin rubor, sin darse cuenta de que, en el fondo, eso forma parte de ella y abarca su historia y su responsabilidad. ¡Puede que la única persona consciente de ese despilfarro fuera nuestro amigo el Trapero!

-Puede que sí, señor alcalde, puede que sí…

No intercambiamos más palabras aquella noche, pues ya los gallos de Aguasnegras anunciaban con estridencia la llegada del alba. Me despedí de él con un apretón de manos y me interné con tristeza en la última oscuridad. Los árboles que rodeaban Aguasnegras, plantados como lápices en las colinas, brillaban con un extraño resplandor.

 

Han transcurrido diez años desde aquella cena y no he regresado a las calles del pueblo. Nunca visité la casa del Trapero y no he vuelto a saber nada de él. Pero lo que no ha dejado de atormentarme, lo que me ha perseguido con encono inflexible, es esta melancólica obsesión: la idea de que, entre todas las cosas que arrojo a la basura siempre habrá un objeto valioso, algo que en manos del Trapero recobraría algo de dignidad. Y en ese instante me pregunto, con cierta nostalgia, si en este mundo de cosas flamantes y efímeras, en este mundo frívolo y voraz, no necesitaríamos más gente como él…como necesitan los niños en sus cunas un lecho limpio y caliente.

 

 

 

 

 

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