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Cuento Ganador, VII Versión , Año 2009

EL CAZADOR DE BALLENAS

 

Por César Aníbal Melis

(Buenos Aires, Argentina)

                                                       

 

 

 

 

 

 

         La eternidad sucede en un instante –murmura el viejo capitán McPherson, sin mirarme a los ojos, concentrado en la ceremonia de su pipa y de su tabaco inglés que se desgrana sobre un papel manteca–. Todo es cuestión de coordenadas, puntos, ejes.

 

         Sabe que no interrumpiré su anécdota, que aceptaré con mansedumbre la sal de sus palabras, la fatiga de sus silencios, esa unidad de lo múltiple, que encierran sus leyendas, las que evitaré entorpecer con mi ignorancia o mis prejuicios para que la magia perdure. La noche tiene piedad de sí, se libera del hielo en las altas cumbres, baja por la secreta escalera de los ángeles, repta, rampa y zigzaguea, resbala por sobre los techos nevados de las pocas casas del pueblo y pernocta, imperceptible, en las manos rugosas de Alan McPherson. No me ha mirado, es cierto, pero sus pupilas ya detectaron mi curiosidad en la proa del aire así como los espejos siguen su trabajo callado y siniestro, aunque nadie los mire. Me habla de coordenadas, de puntos, de ejes. Justamente él, viejo lobo de mar incapaz de perderse gracias a su instinto.

 

         -Y en esa eternidad –continúa replegando su pensamiento para traducirlo en imágenes– sucede lo indecible.

 

         Casi a tientas busca los fósforos, concibe una llamita tibia como un pájaro entre sus dedos, la acerca a la oquedad de su pipa y comienza a aspirar con fruición, rodeándose de humo. Visto de este modo, el viejo capitán inglés es una gran rata abotagada resistente a cualquier cebo, un sujeto de patillas rubionas y tos seca con cierto abolengo destartalado en sus gestos, en el rictus de su boca, en su porte de tallo quebrado por el viento. Viento que aquí, en los confines de América, es constante y desolado como el resuello de todos los desiertos del mundo. ¿Qué edad tiene el capitán? La suficiente como para aunar las dos memorias y, tras un hondo suspiro, referir esta nada que de pronto cruje:

         “Un pasaje a lo efímero. Imposible saberlo. Imposible que Areló Tilkanon lo supiera al nacer. Nadie detecta su verdad hasta que no se asoma al abismo. Y por aquellos años, en esta zona carcomida por la inmensidad y por el frío, sólo los fuertes de espíritu sobrevivían a las inclemencias del paisaje nuestro. Bello paisaje, pero inhóspito, por donde se lo piense. Imagíneselo trescientos o quinientos años atrás, civilización casi nula, Patagonia, montañas, mares, canoas, alakalufes”. Alan McPherson funda una leve pausa, como quien dice adiós a alguien que ha sido o al que será en las próximas reencarnaciones. Con sus ojos pequeños y grises recorre el escaso mobiliario de la posada, en donde mi rostro emerge sin otra ley de flotación que mi interés, y repite separando las sílabas: “a-la-ka-lu-fes”. Sonríe. Acaso quiera saber si he escuchado antes esa palabra. Una sola palabra que encierra un cosmos.

 

         “Los alakalufes vivieron hace muchísimos años en estas mismas tierras. Junto a los onas, los yámanas y los chonos, que se repartían al este y al sur de Tierra del Fuego, se extendieron por los canales del Beagle rumbo al Pacífico y habitaron, en pequeñas tribus, todas las costas de estos mares ladinos y turbulentos. Prácticamente vivían en sus canoas, hechas de madera de guindo, emparchadas con pieles y untadas con grasa de foca o algas. Se dice que fueron los primeros aborígenes del Fin del Mundo pero ¿quién puede afirmar semejante atropello?, ¿quién ha sido realmente el primero y qué gracia o privilegio acarrea serlo?”. Alan McPherson larga una bocanada de humo y entrecierra los párpados, rastreando acaso fechas, lugares, fantasmas. Como una mariposa extraviada en pleno océano, mi respiración lo guía hacia el presente y él disfruta de este casi milagro inútil. “Algunos dicen que cazaban ballenas. Otros afirman lo contrario. Imposible cazar ballenas en medio de la bravura de estas aguas. Pero el joven Areló Tilkanon era un experto canoero. Su arpón, hecho de hueso, tientos y flecha de piedra, era la clave para su subsistencia, la prolongación de su brazo, la patria de su astucia. Solía internarse en el mar y desaparecer por horas, días. El reducido grupo de pertenencia, al que llamaremos familia, lo aguardaba sobre ese umbral enclenque en donde la ilusión se disuelve, o acudía con precaria esperanza, al owurkan para que sus danzas y sus oraciones lo devolvieran sano y salvo a la costa. No siempre regresaba entero. Un mapa de cicatrices y llagas recorría su espalda, se alargaba hacia el exterior de sus brazos, asediaba a sus piernas. Las escasas pieles que cubrían ese cuerpo fibroso, trigueño, lubricado por grasa y aceites para combatir el frío, eran sólo jirones de alguna bandera remota y proscrita.  

 

         Pero en aquel amanecer del mil setecientos cincuenta, Areló Tilkanon ha despertado con un presentimiento. No sabe qué es, pero nada tiene en común con la angustia previa a partir y que él llama hoike. Agita su cabeza como si quisiera desprenderse de una alimaña y piensa en Ayayema, el maléfico espíritu de los sueños, que lo obligará a cambiar de campamento y emigrar hacia otras playas. Nada bueno anuncia Ayayema, que ronda las noches con su máscara de corteza pintada y de día, camina por debajo de la tierra a la búsqueda de esos pasos que adoptará como propios, acaso sus pasos. Ovillada duerme su compañera de catre sin más abrigo que una raída piel de zorro. En unas horas ella también marchará rumbo al mar, con un pequeño canasto en la boca. Junto a otras mujeres de su clan, buceará por la zona recolectando mariscos para el desayuno de los críos, que no son muchos. El frío mata más que el hambre y muchos niños mueren antes de cumplir los cinco”. Un golpe lanoso baja desde el techo, como quien azota una piedra adentro de un guante. El viejo capitán apenas remonta su cabeza hacia los tirantes de la cabaña y acota “un búho”, y aprovecha para escudriñarme sin pudores. El viento ha dejado de sacudir los postigos sujetados por dentro con cuerdas y alambres y la nieve, que va tallando formas más allá de los aleros, pareciese solidificar el relato de McPherson. Por un instante, nos quedamos en silencio. La luz del recinto apenas si sobrevive para desacreditar la existencia de las sombras.  ¿Se habrá dormido el viejo?

         “¿Qué es una ballena?” de pronto su voz se licua tras la cavernosidad de un ronquido. “A ver ¿qué es una ballena?” y pareciera aguardar una respuesta que lo compense, lo aquiete, lo limpie. “¡Un coloso, una maravilla viviente, la inspiración de Dios entre las aguas!”, exclama, “imposible cazarla con un arpón rudimentario, arrastrarla hasta la costa, faenarla antes que otras tribus vengan por la presa codiciada y la devoren. Y sin embargo, Areló Tilkanon lo hacía. Allí estaban los surcos de su carne para atestiguar la hazaña: un gran pez para alimentar a quienes confiaban en su fuerza, su tenacidad, su pericia. Pero en aquel amanecer al que refiere esta historia, el cielo plomizo se confunde ahora con las olas y una ventisca persistente y húmeda impide ver cualquier señal de vida. El canoero alakaluf se sacude entre crestas y hondonadas, debatiéndose contra paredes de espuma y sal que construyen una gran manta de encaje en remolino constante. De golpe, lo indecible. Ni aún bajo los hechizos de Mwono, una mole que jamás ha imaginado casi desguaza su canoa de un solo remo, trona sin ser tormenta, parte el mar en dos, tiñe de rojo el paisaje, yergue su lomo macizo hasta alcanzar las nubes. Y allá en lo alto, irreconocibles: hombres. Hombres que, como encrespados gusanos, serpentean de un lado a otro en busca de más refuerzos. Hombres con redes, arpones y cuerdas que gritan algo ininteligible mientras izan a un ballenato moribundo por un costado de ese monstruo sin cabeza, sin cola ni aletas. Y detrás de la mole, la ballena. La ballena que confiadamente nada con prisa para rescatar a su prole. Desde sus entrañas, un estridente sonido emite con la desesperación incrustada a su destino: un pedido de auxilio, un reclamo, tal vez una súplica. Areló Tilkanon no tiene aire. Necesita ayuda para ver lo que sus ojos no abarcan porque el horror es más ancho que el horizonte. Por un instante, una ola eléctrica lo enarbola como a un caracol vacío y lo sitúa a la altura de esos rostros fantasmas que lo miran boquiabiertos”.

 

         Una tos seca interrumpe al relator quien, poco a poco, ha perdido el brío de su lengua y apenas musita el argumento. La pipa de Alan McPherson es un pequeño caparazón que humea. La noche se arrodilla entre ambos, el viejo entrecierra los párpados y ya no me distingue del resto de los objetos. Un garfio del hielo penetra por las minúsculas ranuras de los tablones del suelo y todo parece escarcharse para siempre. “El chillido de la ballena ha atraído a más ejemplares” murmura en un hilo de voz “todos los asesinos corren en busca de sus armas y una rara felicidad los pintarrajea con las garras de Alel Celsislaber, el gigante que rapta a los vivos y entierra sus huesos bajo las montañas de la muerte. Mientras tanto, la misma ola eléctrica devuelve a Areló Tilkanon al vientre de las aguas, lo remolca lejos de allí, lo somete a la deriva, le quita el sueño”. El viejo bosteza, como si la mejor parte de su historia acabara de expirar con la suerte misma del indio. Perezoso, hace crujir sus nudillos sobre los propios muslos y como quien sorprende con una escopeta en plena fiesta, saca un vozarrón de azogue y grita: “¡Alucinación e insomnio!”. Sólo me limito a arrebujarme en la campera y a frotar mis guantes uno contra otro.

         “¡Alucinación e insomnio!” repite y un crepitar de luces destellan en nuestro entorno, encaneciéndolo todo. “Sin la canoa, Areló Tilkanon despierta entre unas rocas de la playa con un regusto a espanto en su boca, que aún no ha despertado. La imagen de la mole lo persigue, lo estremece, le hace perder la noción de tiempo y espacio, como cuando el owurkan de la tribu lo persuade a danzar sobre cenizas y lo empuja al trance. Los dioses se vengarán de él por no haber combatido contra esa bestia inmensa ocupada por hombres. Afiebrado, busca rastros de sangre entre sus dedos pero el mar ha fregado por completo el recuerdo de las ballenas muertas. Por primera vez en años, siente frío, siente náuseas y algo similar al hoike, aunque sin lágrimas. Es el abismo de saber. Un pasaje a lo efímero. Trata de incorporarse de un salto. Una pierna no responde. El dolor le regala un bramido extraño arrancado de su carne. Ya no podrá volver al corazón del océano y regresar con el botín para su gente. El arpón yace a unos metros, se esfuerza, lo alcanza: aquello que sirvió para saciar su estómago ahora servirá para desandar una lenta marcha por la playa rocosa y desierta. Será su bastón hasta el fin de sus días”. Sin darme cuenta, Alan McPherson ha rejuvenecido. La emoción gana sus mejillas con un tinte asalmonado, remarcando las incontables arañitas alrededor de su mentón y de su nariz delgada, inglesa como el té de las five o´clock. Por primera vez, me considera:

- ¿Alguna cuestión? ¿Alguna duda?

- Ninguna –contesto categórico, pensando en que al capitán le hubiese gustado una pregunta acerca del destino de su héroe.

- Okey, okey –se entusiasma–. Pues la leyenda recién comienza.

 

         Una petaca, que no vi sacar de ningún sitio, relumbra contra sus labios sedientos de aventura, de palabras, de valentía. Y, como en un teatro, nuevamente oscurece por grados. Con el dorso de la mano, el viejo McPherson barre la última gota de whisky. En algún lugar de la cabaña, algo se mueve o se aquieta y todo el recinto huele vagamente a sopa, a leña, a pescado muerto. “¿Qué atormenta más a Areló Tilkanon? ¿Lo revelado o lo oculto? La verdad es un animal salvaje cuyas pupilas brillan en la negrura de un cuarto cerrado: allí están las ballenas con sus crías desventradas, allí los hombres anónimos que con gigantescas cuchillas van tajeando cuanto animal se les cruce, allí también la sangre en ríos, en cascadas, la pesadilla. ¿Se ha topado realmente este joven alakaluf con un buque factoría, con los siniestros pesqueros de alta mar del siglo XIX ó XX? ¿O lo ha presentido? Nunca lo sabremos. Como ya dije, todo es cuestión de coordenadas, puntos, ejes. Pero lo que sí sabemos es el espectáculo de pavor continuo adosado al espíritu de Areló Tilkanon y al de cientos, al de miles, al de millones de mujeres y hombres que jamás comprenderán esta matanza que repugna y entristece”. Es entonces el turno de mi pregunta apretada entre dos perplejidades, atrapada por la red andrajosa de mi recelo:

- ¿Cómo ha llegado a estos parajes? ¿Quién es usted, mi capitán McPherson?

         Como perchas invisibles, mis palabras cuelgan de la nada oreando sus corazones de intemperie. Necesito un trago y le arrebato la petaca al viejo; bebo con gozo, con violencia, con rebeldía. El capitán me desconoce, su tronco retrocede inconscientemente con recelo, la tensión de sus manos lo obliga a cerrarlas en puños. Murmura algo que no entiendo, como un polizón ebrio que se despierta en un barco extranjero. Entonces lo veo morder el polvo, derrotado, confundido, triste.

 

     -El egoísmo y la insensatez suelen hacer buenos mellizos ¿sabe? Nunca fui un gran hombre en tierra. Intenté serlo sobre las aguas... –sonríe apenas, compadeciéndose de sí–. Cazaba ballenas. No para sobrevivir, como mi querido Areló Tilkanon, sino por codicia o por desasosiego. Sonará a excusa de verdugo, pero uno se acostumbra a cualquier oficio: la sensibilidad se atrofia, al asombro lo sepulta la rutina, de la saña surge la bestia, dése cuenta.

         Quiero darme cuenta, pero sólo veo crímenes y culpas sin castigo, diviso justificación, en donde debiera haber arrepentimiento, sumo indolencia a la complicidad y el resultado es un agravio en estado incandescente. Como él bien ha dicho: nadie detecta su verdad hasta que no se asoma al abismo.

     -Un día, no muy lejos de aquí, mi barco encalló y el resto de los tripulantes fueron partiendo poco a poco en otras factorías. No quise regresar a Inglaterra, no quise ser más “el cazador de ballenas”. Fue cuando conocí a Areló Tilkanon y me entregué a su historia.

         Un codazo del viento hace crujir los espectros que rondan nuestra conversación ahora marchita. La cabaña es una gran caja flotando entre los restos de un naufragio.

     -Cuénteme sobre él –le exijo.

         Alan McPherson vuelve a encender su pipa. Chupa el humo con ardor, casi con rabia, como si quisiera perderse entre las volutas de la fumatina. Las olas rompen contra la roca de la playa en donde aún Areló Tilkanon resiste a su destino, mientras el viejo y yo las escuchamos con sumisión sonámbula, con respeto. A lo lejos, la última sobreviviente pasa. Asoma su cresta entre el oleaje desaforado, indómito. Cada tanto, un chorro de aire provoca una suerte de surtidor en movimiento. Cada tanto se desmonta de la superficie y pega un salto que nos recuerda la conmoción de la belleza en estado puro. En ese estado en el que Dios fue imaginando iluminaciones, prodigios y deseos. El viejo capitán se concentra en la ceremonia del tabaco, ensancha mentalmente su relato sin mirarme a los ojos y dice:

     -La eternidad sucede en un instante... El golpe de la ballena contra las aguas nos salpica. Ambos sabemos que esta acrobacia encierra un mensaje. Un mensaje que va más allá de su propia especie, pero que nosotros aún no entendemos o nos avergüenza entender porque perdimos las respuestas.

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