top of page

Cuento Ganador, I Versión, Año 1999

MALOCELLI ANTE LOS PAJAROS

 

 

 

 

Por Boris Arturo Ramírez Serafinoff

(Mompox, Colombia)

           

            

 

 

          Como muchos otros hombres después, Lancelotto Malocelli busca en 1312 una ruta a Catay, el imperio de oriente, que un prisionero veneciano ha narrado en su deslumbrante relato de viajes a Rusticielo de Pisa, en una mazmorra de Génova. Durante los pocos años en que se puede guardar con asombro el secreto, los genoveses intentan hallar un camino distinto al seguido por Polo. Malocelli sabe algo de geometría, sospecha como otros herejes, de la redondez de la tierra, ha tenido contacto con los peligrosos conocimientos de Bacon, cree que navegando en sentido contrario tropezará con la nación de los Khanes. La gloria comercial será de Génova y él, poderoso entre poderosos. Son estos sus designios en la noche en que arriba a una isla frente a las costas de África. Los vientos fuertes han azotado la embarcación desviándola hacia el sur. Amarrados a los mástiles, los navegantes evitan que las olas los arrastren. La nave guiñaba con peligro, amenazando zozobrar. Exhausto de gritos y miedo se duerme empapado, entregado al destino. Al amanecer cree estar muerto y escuchar flautas mágicas. Cuando abre los ojos en sus oidos resuena aún ese sonido. El mar ha amainado. Los cuchillos cortan las sogas y la gente se dispone a inventariar el desastre, difícil será atravesar la tierra. Lancelotto no piensa ya en ello. Se halla poseído. Asombrado se adentra en la selva buscando, palmeras, matas de anchas hojas y frutas no descritas, se interponen a cada paso. Él da tumbos, vacila, se pierde hacia la tonada, en trance. La siente a cada paso, tras el oido, en frente, al lado, arriba, circulando entre las hojas, atascándose en el denso follaje. En las altas ramas de una higuera halla, maravillado, una bandada de pequeños pájaros de plumaje amarillo verdoso que hacen coro alrededor del intérprete. Algo trastorna en su mente la música y dispone sus días para la captura del ejecutante. “Lanzarote” nomina a la isla y a las aves las bautiza “Canarios” por hallarse en el piélago que coincide con las descripciones de Plinio.

     A gritos llama a sus hombres, quienes se suman a la audición. Intuyen que la seda y las especies tienen muchas formas, los pájaros inusuales son un renglón apetecido del mercado. Malocelli ordena: “Fabricarán jaulas y trampas, el ave mitigará las inmensas distancias del mar. Europa será una pajarera.” Enmallan los bosques y provocan desbandadas con redobles de tambores. Los pájaros espantados tropiezan con los hilos, se enredan, caen y son capturados. La carraca es una jaula gigante. El bullicio, la sinfonía de cantos los alegra. Cada especie rara será pagada con su peso en oro. El invento del Siglo XIV, melodías vivas por un puñado de alpiste en cada casa. Pronto no hay espacio en la bodega. La tripulación sugiere zarpar de regreso a Europa. Malocelli recorre los enrejados, examina uno a uno a los canarios, atento escucha sus gorjeos. El Canario Rey no está en la embarcación. No partirá hasta hallarlo. Una semana más duran tras las bandadas a través de la ínsula, pero es esquivo, desafía y canta a pulmón pleno. Lancelotto lo oye, siente que el viento cesa y los árboles detienen la caída de las hojas, el sol aún es menos violento o el mar dulce. Al otro extremo de la isla hallan habitantes hostiles y presentan batalla. Malocelli, superior en armas y ducho en las guerras contra Venecia, domina la situación fácilmente y pone condiciones: esclavos, agua dulce, víveres y el codiciado pajarillo. Lancelotto vuelve a la cacería, delega el cumplimiento de sus órdenes a su capitán de abordo: Alessandro Massardi, un ambicioso matarife sin modales que, látigo en mano, amenaza a los reos. Los naturales conocen al verdecillo. Es intocable, “Yé-Laga”, el cielo entre ellos. No pueden cumplir esa orden y así lo insinúan. El jefe de la tribu, advierte terribles suplicios. Massardi lo encadena y ordena perseguir al emplumado. Las redes son inmensas ahora y cientos de aves se precipitan al piso. Alguien da la voz de alarma. El rey está en el mástil del barco, el canto de su bandada prisionera lo ata. Malocelli envía a sus hombres. El pajarillo vuela de un lado a otro del barco, inatrapable. Malocelli sugiere: “Embadurnen las cuerdas con alquitrán de calafateo.” Cuando el canario se vuelve a posar en las sogas, no puede zafarse y es tomado. Se dispone en la mayor jaula. Lancelotto lo hace colgar en el cuarto de mando para que sus gorjeos lo tranquilicen. El animal calla, observa y repara su nueva vivienda desde el amanecer. Mira de arriba abajo los delgados alambres de la jaula y brinca en todos los sentidos, doblando su cuello, busca el medio de escape.

     El barco zarpa cubierto de bruma, la brújula, la rosa de los vientos y la carta náutica, son los ojos. Al segundo día llegan a las costas de África, al litoral rectilíneo de un país de árboles enormes y de palmeras de dátiles. Malocelli divisa leones y bestias hermosas; compara los mapas y las coordenadas. Es imposible, han seguido navegando al sur. Algo ha fallado. El piloto veterano de muchos viajes, no puede explicar el suceso.

     Se aprovisiona de agua y víveres en la desembocadura de un río. Malocelli observa su canario, piensa que la compañía de las demás aves lo alegrará y ordena subir varias jaulas. El ave persiste en su mutismo. Massardi se impacienta y pide poner rumbo norte. Lancelotto ordena alzar velas. Un día después dos marinos manifiestan estar agripados y tener fiebre. Los acomodan a resguardo y se dispone que otro de los hombres se encargue de hidratarlos y bañarlos para hacer descender la temperatura. Malocelli maneja el astrolabio, no habrá más errores. Al amanecer, saca a su prisionero para que la salida del sol lo inspire, sin éxito. Se oyen los quejidos de los enfermos, los dolores en los músculos, en las coyunturas y el malestar general comienza. Les hacen tomas de hierbas, sangrías y los adoban con emplastos y paños de sal y árnica. Al cuarto día la cefalea es terrible y los abate la dificultad respiratoria, uno presenta epistaxis, que le es controlada a presión. Al quinto día comparten alucinaciones y corren espantados por el barco lanzando golpes al aire. Dos hombres más inician síntomas. Pronto un cuarto de la tripulación está enfermo y los vientos y las tormentas no permiten avanzar de regreso. Vuelven a atracar en “Lanzarote”. Piden ayuda a los nativos y el chamán es subido a bordo, se ofrece a hacer lo posible, pero los conocimientos de la fiebre de los pájaros no se deben emplear en sanar a culpables. Cuatro hombres mueren de insuficiencia respiratoria en manos del indígena. El natural insiste en la necesidad de liberar los canarios, mas Massardi –que ante las ausencias terrenales de Lancelotto ha usurpado en forma vedada el poder– se niega a creer las supersticiones. Amenaza al brujo con pagar con su vida la muerte de otro tripulante.

     Ese día le inicia la fiebre a Malocelli.

     Es un bosque distinto este que corre. Trata por sus medios de esquivar los espacios abiertos, donde puede ser fácil presa de los enemigos. Lamenta el destino de su espada en manos ajenas. Con ella daría la vuelta y esperaría, pero sin armas es un animal indefenso y debe huir. Oye, a lo lejos, el grito de sus hombres cautivos. La balada de los pájaros en un movimiento difícil, lo acecha. Debía haber vigilado las sombras, pero es tarde para frenar y evitar la garra que lo derriba de bruces, entre excrementos de aves.

     -Solo tiene dos pies y dos manos y no conoce los cielos. Esta noche estará en el tribunal.

     Lo toman de los cabellos y se elevan por los aires. Malocelli aulla. Los pájaros vuelan a su lado. El que lo lleva, lo suelta, aturdido:

     -¡Es un graznido horroroso!

     Agita sus manos. Otro, lo recibe, se lastima el brazo. Entonces lo acomoda con cuidado y lo sostiene suave, por el vientre. Malocelli se aferra para no caer. Es mejor permanecer en silencio.

     -Él nunca ha aprendido a cantar.

     -Ni lo hará –le dice el nativo– porque el canto debe expresar libertad.

     Malocelli lo mira sin entender, es malo hablar dormido.

     Massardi ha puesto el rumbo al Mediterráneo, ha tomado las riendas y confina los pacientes a la bodega. Tiene miedo de ser envenenado por los subalternos y pide que todo sea probado por un reo. Malocelli necesita más aire, no ha oído cantar a su avecilla. Quizás un Aria despeje los cielos y aparte el tornado, que lo miran con su gran ojo. Lo zarandean hasta ubicarlo de frente. Las largas hileras de alas lo obligan a caminar rápido, el bullicio de los cantos lo absorben. El conoce que es su juicio, pero en vez de miedo experimenta goce, nada puede tocarlo y, sí, disfruta de la locura del sueño. Sonríe cuando reconoce la mancha del copete que entona su nombre:

     -Lancelotto Malocelli en representación de la humanidad.

     Malocelli, aficionado a la música, repite la conjugación de corcheas y fusas; intenta memorizar las melodías vertiginosas que lo cubren.

     -Lancelotto Malocelli, deberá levantarse y hacer la venia ante la autoridad.

     -¿Y quién me juzga? ¿Cuál es el nombre del juez? ¿Cuál es mi causa?

     -Debe responder ante el tribunal por el encarcelamiento de un ave.

     Malocelli ríe. Dieciséis días de casa y sólo lo juzgan por uno. Es un juicio de pacotilla.

     -Deberá manifestar respeto ante el tribunal. Un ave son todas las aves –le anticipa el Supremo– y hasta donde le sea posible intente cantar sus respuestas, nos fastidia su salmodia.

     Es intolerable, está bien que habiten sus sueño, pero que se atrevan a hablarle de esa forma, es el colmo. Entonces vocifera:

     -Es absurdo que unos simples pájaros intenten mostrarse superiores y pretendan enjuiciarme, si con sólo abrir mis ojos desaparecerán.

     -Aparenta un razonamiento inteligente –lo interpela el arbitro– mas no se ha dado cuenta que es usted el cautivo. No crea que nos ha encontrado, pues ha sido un duro viaje a través de la fiebre y ahora no hay nada que nos impida volver. No lo juzgamos en forma especial como individuo, es usted solo todos los hombres. Es fácil pensarnos frágiles, más se aterraría de ver nuestro oculto tamaño.

     Malocelli no puede contenerse y vuelve a soltar una carcajada. A medida que el juez habla, todo recobra sus proporciones, lo ve de nuevo en su gavia y el curandero le sostiene la cabeza y le da agua. Pregunta al chamán si el pájaro ha cantado mientras dormía.

     -El líder no obsequia su voz cuando está enjaulado –responde aquel.

     Malocelli se incorpora. Tambaleante, apoyado en las paredes, se dirige al puente, quiere revisar la ruta, que le den informe de los enfermos. Massardi confiesa que son veintidós afectados y que en caso de problemas climáticos será difícil controlar el barco. Las aves soportan el viaje, aunque a veces, de súbito, parece que se amotinaran. Tal vez se halla implicado en las extrañas variaciones, en el funcionamiento de la brújula, en los repetidos cambios aparentes de su curso, que los obligan a rectificar la dirección. Deberían haber llegado hace un día y parece que Europa se alejara. Malocelli escruta los cielos. Es inconcebible que en un instante todo se nuble y cambie. Las velas cuadradas se hinchas y la embarcación se dirige a algún sitio. El duda ante los constantes yerros del viaje. Debería descansar un poco, aguardar la acometida de la fiebre que por momentos lo suelta. ¿Y si liberara al canario? Pero no, hay que darle tiempo a que se adapte al hogar y demuestre que los esfuerzos por tenerlo no han sido en vano. El cansancio lo doma como un lento masaje y apoya la cabeza entre las sogas. Lo arrulla el sinuoso, el tardo recorrido de la correosa espalda verdinegra del reptil. Espantado levanta la frente, la jaula vacía, despedazada; y la enorme quijada sembrada de colmillos avanza suspendida de un cuello inmenso hacia él.

     -Este podría ser un ejemplo de lo que le explico –susurra el monstruo– ha sido la conveniencia la que nos ha forzado a los cambios, pero sólo son manifestaciones formales de un mismo hecho. Yo soy todos los pájaros. Este monstruo que he sido, es la misma ave que silba una romanza. Usted aún busca el fuego.

     Malocelli con miedo nota que la audiencia ha variado. Se halla rodeado de bestias que amenazan atraparlo.

     -¿Qué clase de demonios son que intentan amedrentarme con ilusiones? –responde Lancelotto cubriéndose, atemorizado, el rostro.– ¿Cómo pueden posesionarse de mis pesadillas y sugerir que tú, tan horrenda aparición, puedas estar relacionada con un pajarillo desarmado?

     -No conozco los términos, pero el sentido es más aplicable en su condición de traficante de aves, así como de individuos de su especie –trina el Magistrado.– Pronto también deberán buscar sus alas y ceder el turno, es posible, a los habitantes del mar.

     Y esa agua salada que llenaba el aire y se acumulaba en los pulmones, como un cuchillo que lo toca en un borde a partir del cual no puede ensanchar más el tórax, porque lo punza y el dolor no permite una bocanada superior de viento. La nausea circundándolo, ante el bamboleo del océano interminable. Ahora, él, llamado negociante de aves y de individuos de su misma condición. Como si la borrasca traspasara las fronteras del delirio y lo arañara con los ojos abiertos, sin alcanzar a dudar que, de un momento a otro, correría, como los marinos, espantando los diablos que lo persiguen. Tenía que dar la orden de buscar tierra y reposar allí, esperar que su cuerpo restablezca las fuerzas y pasen esas visiones. Massardi se demoraba en buscar el sendero entre las olas y el mal tiempo se hacía infinito.

     El indígena lo encuentra y lo toma del brazo para ayudarlo. Massardi lo ve venir y se acerca.

     -¿Cómo se encuentra, señor?

     -De repente todo se confunde y el dolor viene y esa respiración difícil –hace una pausa observando el horizonte y prosigue:– ¿Hemos avanzado?

     -Los vientos cambian y la brújula parece no servir. Se ha ensañado en nosotros la adversidad –responde Massardi.– Es igual que navegar en un océano sin bordes o que con los párpados cerrados nos coloquen en el centro de un bosque, sin instrumentos y sin que nos permitan divisar las estrellas y orientarnos.

     Este relato de enredos náuticos le es nocivo. Siente que un ser superior lo conmina a girar y no hallar la tierra, como si hubiera un límite a partir del cual lo que se deje atrás no se pueda tomar y que esos monstruos de las alucinaciones fueran los dragones que aguardan en los límites del disco marítimo para devorar los barcos. Se sabe débil y siente vergüenza de percibir el creciente mando de Massardi, la mirada lastimera y el trato de inválido que le da. Con la mente obnubilada, le es imposible verificar el rumbo y corregirlo, le parece que ellos saben la dirección que toman y simplemente lo ocultan o están tan dementes que no tienen noción del peligro de estar a la deriva en el desconocido océano. Trata de dirigirse a su cuarto, pero le faltan las piernas, unas manos lo sostienen y él a su vez se apoya en los hombros de otra persona. La fila es interminable. Los despreciables constructores de jaulas, colaboradores de los pájaros, trabajan con ahínco, toman medidas, calculan la distancia necesaria para que cada hombre pueda caminar cuatro pasos a cada lado y que, de un brinco, no puedan alcanzar el techo. Un poco más allá los imitadores de trinos, aprendiendo el idioma oficial. Después un grupo de soñadores saltando al abismo y agitando, inútiles, los miembros. Siguiendo de cerca a los líderes un grupo de poetas exclaman loas a cada comentario del Rey. Espera con paciencia que le asignen una cárcel. Uno a uno, ingresan e intentan rimas. En premio les dan agua y alimento. Deben tratar de ganarse el cariño de sus dueños y así quizás algún día decidan liberarlos. Malocelli examina los barrotes, trata de hallar una fisura o un punto débil que le permita intentar la evasión. Se demora en cada elemento tazando su dureza, luego se cuelga de los horizontales con la esperanza de hallar uno que ceda. El barullo es agobiante, la multitud intenta que los compradores se fijen en ellos.

     -Este es un gran ejemplar, examine usted sus cabellos, el porte del tronco, las extremidades. Pero no canta.

     -Quizá si le conseguimos una compañera se alegre y, de paso, podemos sacarle cría. Claro que no todos se reproducen en estas condiciones, algunos son muy susceptibles.

     Es humillante. Debía ver al Juez. Comenzó a vocear armando una gran alharaca. Lo observaban con curiosidad.

     -Parece que algo le duele –comentó el chamán.

     El guardia lo ayudó a sostenerlo, mientras él trataba de zafarse. El zumo amargo que le administraba el curandero laceraba sus labios resecos. Ardía en fiebre. Era de noche y estaba en la bodega, al lado de los pájaros. Tan mal estaba. Sin embargo, no había más enfermos, los demás o habían sanado o habían muerto. Ahora podía medir las dimensiones de las capturas. Del piso al techo no cabía otro. El olor a estiércol era insoportable. Estaba siendo menospreciado, relegado, como si ya hubiera desaparecido.

     -¿Hace cuánto tiempo duermo en este sitio? –preguntó al chamán. Este miró al acompañante esperando su aprobación. El otro, de espaldas, indiferente, no había escuchado. El curandero se acercó al oído.

     -Desde que comenzó el juicio.

     La respuesta lo dejó confuso. Contuvo al interlocutor con sus manos, temblorosas.

     -¿Cuándo?

     -Hace quince días después del desmayo; antes del motín.

     Sintió pánico de esa ausencia prolongada, de no discernir las realidades. Acaso eran ambas pesadillas y se precipitaban en un laberinto de historias, sin lograr una orilla cierta. Sollozando por el pánico, intentó buscar una solución. Gritó:

     -¡Massardi! ¡Massardi!

     -¡Le hemos pedido que afine su canto! Quería un juez, pues hemos vuelto. Va siendo la hora que decida un oficio, ha podido ya ver las distintas formas de colaboración.

     Le habla alternando los ojos, se balancea de adelante atrás y da pequeños saltos en su entorno.

     Malocelli se siente amarrado. El resto de aves lo miran diferente, con ansiosa expectativa.

     -Puede –prosigue el juez –construir jaulas, cantar, escribir alados poemas, sembrar, atender polluelos o todo lo que ya sabe se le permite a una mascota en nuestros dominios.

     Calló un instante y en tono grave, silbo:

     -También puede intentar escapar.

     Todos trinan felices y agitan el plumaje en gestos grotescos.

     -¿Qué quiere decir?

     -Que lo soltaremos, correrá hacia el precipicio y brincará, si lo alcanza antes que alguno de nosotros llegue, tendrá la libertad que anhela, será su propio sueño. Si no, será nuestro alimento.

     Se apresuran a soltarlo. Malocelli medita, acaricia sus manos libres, cierra los ojos en busca del barco, aguza el oído. Pero el mar no está allí, sólo la sinfonía de los canarios, los caminos creados por la hipotermia. Se demora un minuto en soñarse liviano de colores, de descomunal envergadura, hecho de ritmos. Cuando extiende sus alas y parte volando al abismo, siente que los deja relegados a ese agujero, que desea se cierre con el sudor de su frente fría, por los paños que le medica el nativo.

     Lo ayuda a caminar, sube la escalerilla, temeroso de continuar en el delirio. El barco desierto. Las manchas de sangre de la lucha. Entra a su camarote. Toma un cuchillo y sacrifica al dormido centinela. Massardi ha robado su espada. Los prisioneros y los esclavos, degollados. Le ha respetado la vida a él, por el placer de verlo indefenso y sentirse, ante un hombre de mayor rango, superior. No ajustició al chamán por la necesidad de su medicina. A todos los que se opusieron los había ido eliminando y le mentía a él diciendo que estaban convalecientes. Ha sido un preso de Massardi. Alessandro Massardi desembarcó en el litoral de una tierra que debe estar muy al occidente donde las estrellas no coinciden y el sextante parece equivocarse. Lo recibieron hombres y mujeres en embarcaciones pequeñas, con regalos y pájaros de voz humana. La codiciada Catay. Se internaron en el territorio en busca del oro que llevan colgados en los cuellos los anfitriones. Pretenden cargar la nave con las riquezas de esas tierras. Tomaron las mujeres por la fuerza e impusieron su ley. En la oscuridad, a lo lejos, se escuchan sus gritos de fiesta.

     Malocelli con dificultad leva el ancla, iza las velas y se adentra en el mar. Uno a uno libera sus pájaros. 

 

 

 

 

bottom of page