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Cuento Ganador, II Versión, Año 2000

EL NIÑO QUE

SEMBRO MIERDA

 

 

 

Por Elver Monge Penna

(Florencia, Colombia)

 

           

 

 

 

 

              Había nacido muy cerca del desierto de la Tatacoa, en una región muy árida e inhóspita, donde los cardos y las espinas constituían la mayor vegetación y la lluvia era escasa. En una casa de bahareque y techo de hojas de palma vivía con su madre y otros hermanos, sin la presencia del padre biológico, quien había huido y abandonado el lugar tiempo ha y el sustento era obtenido por los trabajos que la madre lograba en casa de un hermano de ésta, que era dueño de la tierra y de muchas chivas.

     Jorge Enrique era un niño que a sus pocos años aún no conocía la escuela, ésta quedaba muy lejos y él debía cuidar de sus hermanos menores, casi todo el día, mientras su madre trabajaba donde el tío.

     Con un poco de leche traída de la casa grande, surumba y zunco asado, se empezaba el día y sólo en la noche, al regreso de la madre, se volvía a comer algo. Durante el resto del día y la noche el hambre la disipaban los niños con “güila” que dejaba la madre en un caldero grande preparada antes de marcharse al trabajo.

     Los juguetes de los güámbitos, a más de polvo del desierto, las espinas y las chamizas que dejaba la manada de chivas a su paso por toda la extensa finca, sin cerca ni linderos, después de que consumían todo lo verde de la poca vegetación y hasta la cáscara de los espinosos arbolitos más gruesos, eran muchas bolitas de los excrementos secos de las chivas.

     El tío todos los días, en unas cantinas metálicas brillantes y en una camioneta Chevrolet muy vieja y destartalada, llevaba la leche de su rebaño y quesos de leche de chiva que eran muy apetecidos en el pueblo.

     Según su conciencia, con explotar a la hermana con jornadas de diez y más horas de trabajo y haberle permitido construir ese rancho de vara en tierra, donde podía tener y criar a sus sobrinos –los hijitos de su hermana– se estaba ganando en vida la gloria, pues la obra de caridad que hacía sería mirada desde lo alto por Dios Todo Poderoso.

     A Jorge Enrique y a sus hermanitos les estaba prohibido ir hasta la casa grande, a más de que estaba distante, a casi una milla del rancho, por lo cual muy pocas veces veían a su tío. Además, al calentarse la tierra polvorienta desde las primeras horas de la mañana y caminar a pie limpio, sin cotizas y menos zapatos, las nigüas que en abundancia habitaban los dedos y uñas de los pies de los pequeños, eran una limitante para que no caminaran mucho, y poco se aventuraban andar por el candente suelo. Las nigüas al calentarse en su cavidad dentro de la epidermis, lagrimean y producen escozor y “rasquiña” en los dedos de los pies de sus portadores o huéspedes.

     En alguna ocasión, el tío le había dicho a Jorge Enrique, cómo se hacía para tener muchas chivas.

     La mamá alrededor del rancho había sembrado unas matas de popocho y, a la sombra de éstas, crecían unas pánfilas y langarutas cañas de maíz. El mayor enemigo era el sol canicular del huerto de Doña Carmen, la mamá de Jorge Enrique. La brisa proveniente del desierto cercano era seca y todo lo cubría a su paso. Sólo se descansaba de ella en las noches, cuando el sereno formaba pequeñas perlas cristalinas en los bordes de las pocas hojas del huerto y ya más tarde, en la noche, caían las mismas gotas en la gotera del rancho de techo de palma, como una bendición.

     El pequeño Jorge Enrique aprovechaba para sembrar más. Durante el día las escogía, pero en ocasiones también en el día sembraba, en el desierto o debajo de las rocas, entre las cañas de maíz o al lado de las matas de popocho, por entre los espinos o a la sombra de los cardos, y así llevaba mucho tiempo y no veía los resultados.

     El tío tampoco lo había vuelto a ver y a su madre no se le ocurría preguntarle, pues suponía que muy poco sabía ella de su agricultura. Además, ella no tenía chivas y si no tenía, tampoco podría saber de eso.

     Pasaron meses y años y Jorge Enrique crecía, pero seguía sembrando y como crecía en tamaño y estatura, en la vida circunscrita a su pequeño mundo, se dio cuenta como sí tenía chivas, muchas chivas.

     Alrededor de su rancho empezó a crecer una vegetación. Eran pequeños brotes de verdes hojitas que las chivas consumían de inmediato, éstas se iban tarde a sus dormideros, pero regresaban muy temprano. De entre los espinos y cardos, alrededor de las matas de popocho, debajo de las piedras y por todos lados del rancho, crecía más vegetación. Las chivas del tío venían con mayor frecuencia. Ello le permitió a Jorge Enrique sembrar más, aunque ya con desánimo, sólo por la fe.

     Las chivas ya no se iban, se echaban a rumiar al lado del rancho, había de muchos colores, las crías, los cabritos, los cabros machos y las paridad de ubres henchidas. Carmen no se daba cuenta del cambio y por ello en la casa grande nunca se comentaba.

     Como no todas dormían cerca de la casa del tío y había muchas que no se podían apartar para el ordeño de la mañana, en busca de ellas muy temprano arrimaron con el viejo ordeñador y trabajador de toda la vida de su tío, sonó el ruido del motor de la vieja Chevrolet y las chivas corrieron de inmediato, poniendo los pies en la tierra, tío y ordeñador en seguida comprendieron por qué el grueso de la manada ya no iba a la casa grande, tenía como sesteadero el rancho de vara en tierra, bahareque y techo de paja de su hermana, había vegetación abundante en donde antes la tierra era polvorienta.

     Jorge Enrique, cumpliendo con el consejo dado por su tío, de que para tener muchas chivas debía sembrar mucha mierda de éstas, había logrado transformar el suelo fertilizándolo al enterrar las cagarrutas de las chivas. No tenía una sola de él, no habían nacido de la tierra y de la mierda ni una sola, pero habían muchas a su alrededor… muchas chivas del tío, por ello decidió que no sembraría más mierda de chiva… menos en la tierra de su tío.

     Esa tarde, luego de que se durmieran sus hermanitos, después de darles surumba fría del caldero grande y antes de que mamá llegara, descalzo, arremangada la manga del pantalón que estaba rota y amarrado éste, bien a la cintura, con un pedazo de cuero crudo de chiva como cinturón, con una camisita de muñecos de color indefinido y un sombrero de pindo roto, descalzo como siempre había vivido, se fue, rumbo del desierto. Consideraba que lo atravesaría en la noche, estaba más que ofendido, su tío lo había engañado, no volvería a sembrar más mierda de chiva, esa mierda no nace nunca… Y se marchó para siempre.

 

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