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TRATADO DE LA ENVIDIA

 

Por: Esmeralda Torres
       Cumaná, Estado Sucre, Venezuela

 


La envidia: esa doncella castamente llagada.
Ana Enriqueta Terán

 

    Tal vez le sorprenda recibir esta esquela mía sin la intermediación de los editores pues no es común que los correctores nos carteemos directamente con los escritores consagrados, con los mimados de la editorial. Le ofrezco mis excusas pero en esta oportunidad es necesario que le escriba. A lo largo de estos años he tenido la exclusividad de corregir sus textos y puedo decir que conozco mejor que nadie su trabajo tan alabado por estos días, luego del premio internacional de novela que acaba de recibir.


    Déjeme decirle que he admirado su escritura desde el día que llegó a mis manos su primer manuscrito y he sido yo quien ha solicitado luego de ello que me sean asignados todos sus libros. Algo de responsabilidad y pericia en el oficio me lo garantizó y no la voy a engañar, también mediaron las buenas relaciones con el editor.
Nostalgia por lo gris me impresionó y la considero su obra más lograda, sin desconocer un destacado valor en sus libros anteriores: Días fecundos, La linterna del cochero, La falsa historia de Anaïs Nin y aquel de poemas: La ventana que nos muestra el paisaje. Son en verdad, extraordinarios. Sobre todo lo son para mí, porque siento que algo de ellos me pertenece. Lo digo apoyada en el argumento de que fui yo su primera lectora y algún error suyo tuve que corregir para darles la perfección que usted ansiaba pero que en ningún grado un escritor emocionado alcanza.
    Usted, con su gran imaginación y talento, logra armar historias en efecto malvadas, perversas, que al fascinarnos en tal medida nos dejan una sensación de asalto, de perplejidad. Déjeme decirle que a
mí me hubiera gustado escribir Nostalgia por lo gris. Es sin duda una gran novela. O tal vez debería decirle ya, confesarle ya, que pudo haber sido la gran novela de este país.


    Mi historia de vida es miserable y ella me conduce a cometer el acto infame de atentar contra usted que ni siquiera me conoce y por tanto nunca me ha provocado mal. Pero en eso hemos terminado por convertirnos todos los que habitamos esta ciudad pequeña, carcomida por la sal que viaja desde la península que tenemos al frente. Una ciudad de poetas malditos por la peste, el insomnio y la futilidad. Incapaces de defender los méritos que otros nos reconocen y que a nuestra vista nos parecen insustanciales porque la ambición que nos mueve es superior a cualquier acto de virtud.
     Lo acepto. Soy una gran mediocre que no es capaz de consentir con naturalidad en los otros el bien que desea para sí. Y en esto se explica mi actuación en su contra. En mi descargo solo puedo apelar a la cruel sinceridad, escudo atroz de los desahuciados.


    Tarde será cuando descubra que su gran obra entró a los talleres para su impresión sin las correcciones que hice de ella. Luego de leerla y corregirla la guardé y ahora reposa en una gaveta de mi escritorio, este desde donde le escribo esta carta, mientras observo allá abajo en la calle a los hombres y mujeres que caminan presurosos hacia sus casas, distraídos e ignorantes de lo que nos ocurre a usted y a mí.
     Esa última versión que usted leyó y que todos en el consejo editorial celebraron como su mejor trabajo, esa no es la que el público en este momento arrebata de los anaqueles en las librerías. Déjeme decirle, que decidí enviar la versión primera: la defectuosa, la imprecisa, la que usted escribió. No la última: la que yo perfeccioné. Aunque sé que esta decisión me costará mi trabajo y una cierta estabilidad y prestigio alcanzado en el medio editorial, no me siento ni inquieta ni arrepentida. Por el contrario estoy convencida de haber obrado con integridad. Siento que he sido justa conmigo y con mi talento desperdiciado.


    Tal vez piense que me lleva a actuar de esta manera la envidia y la venganza. No estoy segura de eso. Y de ser así poco beneficio nos resulta descubrir las causas de mi proceder. Sobra decir que no
asistiré a la gala que preparó la editorial en su honor, y me permito advertirle: si yo estuviera en su lugar tampoco asistiría.


   Pero ya es tarde y como en las malas películas me gusta imaginarla bajando de un automóvil con su acompañante, alisando sus cabellos en un gesto exagerado de coquetería. A su alrededor flotará la fragancia de una flor ignota. El vestido oscuro impecable, las uñas retocadas y tal vez de su cuello cuelgue un dije antiguo que alguna de sus abuelas habrá consentido en heredarle. La supongo entrando al gran salón, los aplausos, las fotos, los periodistas, la sonrisa congelada, el ceño fruncido del editor, el gesto de tomarla por un brazo, de llevarla hacia el fondo, los murmullos entre algunos que están hacia la izquierda. Imagino su confusión, su no entiendo crispado, pero en voz muy baja, y ahora un mechón de cabello fuera de sitio, una molestia sutil en la trabilla de la sandalia atada a su tobillo. Un poco corrido el rímel hacia el borde exterior del ojo y un poco suelto el dobladillo de su vestido también. Un ahogo le sobrevendrá justo al momento de comprender lo que ocurre, luego de un tropiezo imprevisto sobre la alfombra del salón.


    Por supuesto usted jamás conocerá el contenido de esta carta que escribo frente a la ventana, mientras se cuela una brisa seca y tibia que baja del cerro Pan de Azúcar, bañando de polvo los muebles amados de la sala de mi apartamento, donde antes solía leer y corregir la maravilla de sus libros. Aquí en esta ciudad pequeña, la de las grandes traiciones, donde somos todos cada vez más miserables.
 

Respetuosamente suya,
Eduarda Camino

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LA RUPTURA DE LOS PARQUES

 


Por:José Carlos Terradas
Santa Cruz del Sur, Camagüey, Cuba

 

Mi vida siempre me ha parecido un poco fantástica. Nací y me crie en Camagüey durante el período más cruel de la dictadura, último hijo de una familia orgullosa sin filiación partidista. 


Mi juventud transcurrió en Caracas, entre manifestaciones políticas y fusilamiento de jóvenes. Vivo en Miami, anhelando el confort y la simplicidad de la clase media, pero ahogado en cuentas por pagar y órdenes de desalojo. Con una trayectoria así, desconozco dónde transcurrirá mi vejez.


Pero no es a eso a lo que me refiero cuando menciono que ha sido un poco fantástica. Hay lagunas, calles ciegas, derrumbes de mi pasado que nunca he sabido explicar. Debe ser que escribo. Sí, escribo mucho. A veces, incluso, cosas que se parecen a la literatura. Batallo con la hoja en blanco como recomendaba Camilo José Cela —por al menos diez horas seguidas—, con la esperanza de que algo bueno salga. (Es consuelo de ingenuos que algo bueno salga). Lo único que he conseguido, sin embargo, es llenarme la cabeza de sombras, ecos, falsificaciones abyectas. He comprobado que existe gente que no produce una buena oración después de diez ni de veinte ni de
cuarenta horas seguidas. Pero ¿qué gano con quejarme? Los escritores, de cualquier manera, son con mucho los tipos menos poéticos del mundo. Mira que pasarse la vida al acecho de una historia interesante, de una secuencia impecable, de una imagen sorprendente, y que después de tanto esfuerzo y desvelo, lo que resulte sea un garabato... Hay consejos geniales que rayan en la estupidez y la tristeza. Ni siquiera por otra Ilíada se justifica tal cantidad de tiempo malgastado. 


No, yo lo que escribo son cosas que me mantienen comiendo al menos una vez al día, con suerte dos. Migajas a destajo que se caen de la mesa opípara de mis amigos publicistas: siempre hay un jingle que crear, un guion que corregir, una nota de prensa que agilizar... Minucias que no harán ni artista ni famoso a nadie. Sin embargo, de un tiempo a la fecha me he dado cuenta de que poseo un poder sobrenatural. Ah, me saliva la boca cuando pienso en él. Me froto las manos; me explota un volcán en el estómago de la emoción. Hoy me atreveré a confesarlo. Un momento...


¿Lo diré así, tan fácil? Lleva meses arrullándome en las noches, nutriéndome con su pezón dulce, matándome el hambre con ensueños, ¿y yo lo expondré en una vitrina como un monstruo de circo? Bueno, bueno, ¿qué importa ya? Igual las personas piensan que los escritores dicen puras mentiras:
creerán que esta es una más de ellas. Aquí voy. Que los ángeles caídos me protejan. Mi poder es… (redoble de tambores, marcha triunfal de trompeta, serpentinas)… Mi poder consiste en que puedo escribir la realidad.

¡Sí, la realidad! Así como suena. Escribo, por ejemplo, es una tarde lluviosa y, aunque hayamos estado achicharrándonos por el sol, empieza a caer una garúa persistente que termina en tempestad cerrada. Anoto, la vieja va a pasar por mi lado y dirá buenos días. Y aparece una vieja de la nada y hace lo propio. Garrapateo, a un chico se le cae la paleta, y de repente oigo el llanto de un infante. Me volteo y, en efecto, descubro el helado a los pies de un niño. ¡La realidad! ¡La realidad! Tan inverosímil como se oye. ¡La joya de la corona! ¡El final del arcoíris! El sueño de Galdós, de Flaubert, de Dostoievski, incluso de Zola y Hugo. El espejismo de los historiadores.
¡Ah, si me vieran Heródoto y Spengler! ¡Si pudiese ufanarme ante Hegel y Condorcet! ¿Que cómo me di cuenta de que poseía tal facultad asombrosa? Muy sencillo. Escribiendo. Tengo la afición de sentarme a escribir en los parques. Todos los días me meto en un pantalón raído de pana, me echo el impermeable encima del saco, me calo el chambergo casi hasta los ojos y me largo a visitar parques públicos. Por increíble que parezca en el calor bochornoso de Miami, juro que eso es lo que hago. Convengamos en que he prometido representar al gremio aciago adondequiera que vaya. 


Pero lo principal no es la vestimenta, lo principal es tener un ojo entrenado para escoger un lugar a la sombra, con buena entrada de viento y alejado del bullicio. Cuando doy con él, echo mis miserias allí y recuesto mi cabeza en el regazo del ocio, que es el mejor compinche del arte. A decir verdad, a veces me tiro a dormitar en un banco. (Una tarde un gamberro me puyó con un palo a ver si estaba vivo). Otras veces me da por contemplar a los corredores, cómo saltan esas carnes oprimidas al ritmo de zancadas intrascendentes: un verdadero culto a la licra. U observo a los niños comiendo tierra, llorando, peleándose por un juguete, mientras sus madres hablan por teléfono.
Llega el momento en que me harto de mirar sin hacer nada, entonces saco mi libreta del bolsillo interior del impermeable, la abro en la última página emborronada y, ah... el oasis.


Comienzo a declinar una historia. Escribo algo así:


Deambulaba por el centro cuando una mano se posó sobre mi hombro. Volteé como si nada y lo primero que vi me escalofrió de alegría. Apreciada a contraluz, la mujer que me había detenido guardaba una semejanza increíble con Paulina, mi esposa, la cual llevaba años muerta.


Aquí me freno. Por supuesto que no me he trasladado materialmente al centro de la ciudad como reza el párrafo. Eso sería una tontería de la altura de H. G. Wells. No. Yo he permanecido inmóvil en el mismo sitio todo este tiempo. Pero, si me fijo a lo lejos, enseguida alcanzo a divisar que una mujer camina en mi dirección. Me tapo los ojos con las manos; el sol me pega de frente.


Y, a través de las rendijas que dejan abiertas los dedos, soy capaz de detallarla. La forma de maquillarse, la silueta del cuerpo, el cabello… Tiene más que un aire a Paulina. La semejanza es patente, escandalosa. ¿Cómo alguien puede parecérsele tanto? Pero no la detengo, no indago. En mi libreta he escrito que Paulina fue mi esposa. Mentira. Una mentira patética. Paulina se fue con otro. (La verdad ridiculiza un poco en este oficio). Por eso y porque siempre he creído que es inútil remover las cenizas pretéritas, dejo que siga de largo. Lo sé. Escribo tonterías. Un manganzón que se cae del columpio. Un señor respetable que echa un piropo grosero y se avergüenza. 


Malcriadeces. Nunca me he atrevido a concebir una gran obra. Pararme frente a la Casa Blanca, por ejemplo, y decretar la erradicación del hambre, la paz mundial, la desaparición de los calzoncillos ajustados... Es que, como en todo, hay que medir las consecuencias de lo que uno hace. ¿Qué tal si eso ocasiona la debacle de la casa publicitaria para la que trabajo o que Wall Street se desplome y los precios se disparen? ¿Y entonces qué? Los demagogos de siempre, la revolución, gente peleándose en las calles por bolsas de basura… No, no. El mundo está mejor como va. Detesto la épica.


Solo una vez intenté una empresa atrevida. Tuve un buen pretexto. Había de por medio una mujer hermosa. Empecé a escribir —para conquistarla, claro—, pero me sentí espiado. Más que espiado, criticado, corregido. Se puede hacer mejor —dijo alguien. ¿Mejor que quién? —pensé. 


Oí murmullos, palabras sueltas. Volteé a todas partes. Detecté a un ser sombrío a tres bancos de istancia. Botas militares, pantalones rotos, suéter de lana… Dios mío, qué personaje fantástico.


¿Por qué empecé a caminar en su dirección? Aún hoy lo desconozco. Él también me observaba, pero sus movimientos eran erráticos. Cruzaba una pierna, la bajaba; tamborileaba con sus dedos en la madera, silbaba. En un pestañeo de mi parte, no aguantó más el nerviosismo y aprovechó para salir corriendo. Una cosa resbaló de su regazo. La prisa le impidió notarlo. La tomé. Era una libreta barata, de esas que se cierran con una banda elástica. La abrí. Caligrafía puntiaguda. Casi todas las páginas estaban tachadas. A lo sumo se salvaba una oración, una frase, incluso una palabra. Tipo exigente o un completo idiota —pensé. También había versos absurdos:
Pinesol, Pinesol, Pinesol, te deja la casa como un sol, sol, sol.


Unas oraciones que leí a vuelo de pájaro iniciaron el pánico: Mi vida siempre me ha parecido un poco fantástica. Nací y me crie en Camagüey...

Gabo Estaba

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