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LA DEUDA

Por: Carlos Andrés Ortiz Aguas
       Cartagena, Colombia

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Por: Antónimo Gerundio
El universo es un inmenso libro
Muhyiddin Ibn ‘Arabi


Después de trabajar Nicomedes se dirigía lánguido hacia la sombra de un viejo cedro. Se abría la camisa hasta el vientre y aflojaba los viejos pantalones; se ventilaba con el sombrero y espantaba la sed con ron de caña. Era joven pero las faenas en el campo, el alcohol y el tabaco estaban degenerando su rostro, su cuerpo.
En una de sus correrías cruzó miradas con un viajero que llegaba al pueblo en una carreta remolcada por dos fuertes caballos sedientos, cansados. El peregrino le preguntó dónde había un taller en el que pudieran reparar la galera.


Nicomedes le contestó que llegando a la otra entrada del pueblo. El viajero pidió que lo acompañara, a cambio de una pequeña retribución.


—Me llamo Casildo Miranda, soy comerciante.


Su piel colorada por el sol parecía pedir un descanso. También era joven, pero las travesías estaban desgastando su cuerpo.


—Yo, Nicomedes Amorós, soy campesino.

Casildo golpeó a los caballos con una fusta.

—¿Qué vendes? —interrogaba Nicomedes al viajero con curiosidad infantil.
—Medicinas, ron, tabaco, también compro objetos que me puedan interesar.
La carreta levantaba el polvo, se zarandeaba lenta mientras los dos caballos la arrastraban con un vigor perezoso, tardío. En ambos lados del camino reposaban casas de paja y adobe, algunas tenían las puertas y las ventanas abiertas. Una que otra gallina se encontraba con las patas de los caballos y salía lanzada hacia un lado. Gatos parsimoniosos hincaban sus ojos en el armatoste. Perros emprendían su carrera juguetona, vana, detrás de él. Los cerdos no se inmutaban. Un pausado viento movía los árboles. Sólo dos calles largas había en el caluroso pueblo de tierra amarilla. Nicomedes era el único ser humano que Casildo había
visto en el corto recorrido hacia el taller. 

 

—Busco un libro que está en tu casa, en una biblioteca que ha sido construida por peregrinos 

— dijo Casildo.
—Primero lleguemos al taller —interrumpió Nicomedes—, porque este armazón parece no aguantar más.
Llegaron a un portón que Nicomedes tocó varias veces hasta que un hombre abrió. Había cajas de herramientas, ruedas de madera colgadas en las paredes, pedazos de caucho regados en el piso, herraduras, sillas para jumentos, una especie de carruaje desvalijado.
—Don Federico, un viajero viene a reparar su rodal.
—Que lo deje, que desunce los caballos y los lleve al establo, allí hay agua y comida para ellos.
Casildo tomó agua de su ánfora, desató y llevó los caballos al establo, los animales bebieron.
Nicomedes al verlos sacó su botella de ron y se embuchó un largo trago.
—Y bien ¿me llevas a tu casa? —le preguntó Casildo, quiero conocer la biblioteca y el libro.
—No sé quién le contó la historia del libro, no importa donde la conoció, solo dígame la verdad y le mostraré lo que busca.
—Llevo varios meses buscando este pueblo y a usted. Necesito ese libro para saldar una deuda que tengo con un hombre de la ciudad de donde vengo. Me contó que al llegar te iba a encontrar y que te preguntara por un libro que está cerrado, que no me preocupara por el nombre. Al llevárselo quedaré en paz con él.
—Si es así, vamos.
Al llegar a la casa Nicomedes empezó a articular las siguientes palabras: 
—El libro es el símbolo del universo, es un secreto divino que se le revela al iniciado. Hay dos tipos de libros, uno que está siempre ante nosotros abierto, otro que está cerrado.
En la casa había un pequeño cuarto con varios estantes llenos de libros. Nicomedes le ofreció una bebida a Casildo, pero no aceptó.
—Todo lo que has visto hasta ahora en tu vida —continuó Nicomedes—, y en este pueblo son los caracteres del libro que está abierto. Estamos en un libro y nosotros somos sus letras, sus signos, sus figuras, sus trazos, pero no has sabido leerlo.
—Si somos las letras de un libro, ¿qué hay escrito en todos estos?
Casildo tomó uno, lo abrió, estaba en blanco. Alcanzó otro, también estaba vacío; y así lo hizo con varios hasta que se cansó.
—Tranquilo —le dijo Nicomedes.
—Me has dicho que todas las cosas que he conocido hacen parte de un libro que siempre está abierto, que somos sus letras. No puedo estar tranquilo después de ver que no hay nada escrito en los libros que hay aquí, no entiendo qué función cumplen todos estos volúmenes vacíos.
Tómate la bebida, te reconfortará.


Casildo no dudó y bebió sin parar. Al terminar, Nicomedes le dijo:
—Dentro de poco podrás abrir el libro que te han encargado buscar.
—¿Qué quieres decir?
—Tu alma se elevará como un halcón. Morirás. A eso te ha enviado el hombre para que pagues tu deuda. En la bebida he puesto algo, no sentirás nada, tu deceso será sin dolor.
—¿Morir?
Te llevas las enseñanzas del libro que está cerrado. Casildo se desplomó en el suelo. Luego lo llevaron a su carromato que ya estaba reparado, enjaezaron los caballos y emprendieron de nuevo la marcha hacia la ciudad de donde llegaron, pero ahora con un muerto en sus lomos. Nicomedes se fue a la sombra del cedro, momentos después se acercó un sujeto y le preguntó por un lugar donde pudieran reparar su carreta y por un libro cerrado.

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LA CAIDA

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Por: Natalia Paola Orrego
       Buenos Aires, Argentina

 


Apenas se cortó la primera cuerda el hombre recordó las palabras de su esposa: ¿Cómo vas a pintar a treinta metros de altura con esa soga vieja? ¿Te querés morir vos? ¡Sos un irresponsable! ¡Llevá la soga nueva, que para eso la compraste! Y de inmediato la segunda cuerda comenzó a deshilacharse en un espiral violento, la lata cayó de lo alto, la pintura se derramó en una elástica línea blanca, y el hombre se precipitó a su destino. A último momento intentó sujetarse de la silleta de madera, pero fue inútil. Cerró los ojos con espanto, el orden de las imágenes fue el siguiente: su esposa, sus hijos, su madre, su amigo, su hermano. Su esposa. Sus hijos. Sus hijos. Sus hijos… De pronto percibió la cara helada, sus manos buscaron sostenerse de algo, pero no encontraron más que vacío y desesperación.


Con la advertencia de su esposa taladrándole la mente, el hombre quiso entender qué había hecho mal: ¿Sujeté la soga con doble nudo? ¿Se soltó o falló el arnés? ¿Enganché bien el cabo de vidas? ¡Puta madre, por qué no usé la soga nueva! Y en medio de sus pensamientos, las imágenes: la pava sobre la hornalla de la cocina, el agua hirviendo, el mate sobre la mesa, el reloj de pared marcando las siete de la tarde. Y el tiempo que se detiene, y en su mente el pasado se cristaliza en un parpadeo aterrorizado. Y piensa en su esposa: ¿Quién la abrazará por las noches en mi cama? Y vuelve a pensar en la soga… ¿Cuántas bolsas de arena puse? ¡Dios mío sacame de esta la puta madre! ¿Enganché bien el arnés? Abrió sus ojos y miró hacia el techo del edificio, cada vez más lejos. Se le atravesó la cara de su hijo varón: No es tiempo de llantos, Lucas, ahora te toca ser el hombre de la casa. ¿Coloqué el cabo de vidas? Por más que se esforzara, no lograba encontrar el error. Lo siguiente fue memoria, olvido, abandono. Y pensó en sus mujeres, en sus cuatro niñas, y en el día que lo llamaron por primera vez solitas a su teléfono del trabajo: ¡Hola, Papi! ¿Ya venís? Mami compró globos. ¡Feliz cumpleaños! ¡Callate boba, es una sorpresa! Tal vez llegue un momento en que solo me recuerden en mi fecha de cumpleaños, y un día cualquiera yo no sea más que una voz que vuelve del pasado, un murmullo lejano que alguien rescate en un almuerzo familiar. La más chiquita será la primera en olvidarme, quizá en un futuro cercano deba rescatar imágenes y voces de nuestros viejos álbumes de fotos. Mi imagen será difusa, y poco a poco desaparecerá, y entonces se acostumbrarán y seré por siempre olvido. Olvido y ceniza.


La hoja de un árbol le rozó la frente y le recordó a una caricia de su madre: Pobre vieja. ¿Quién pintará su casa cuando se descascare? La pintura rosa no le gustó mucho, si zafo de esta le cambio el color. Le voy a preguntar cuál prefiere. La voz interna era tan fuerte que no escuchó su propio grito cuando un alambre desprendido de un balcón le destrozó la nariz. El sabor de la sangre en su boca le recordó la próxima pelea. Julián me pasará a buscar mañana para ir al gimnasio, ¿Le dirán que ya no me busque más por ahí? Compre flores y vaya al cementerio, le dirá el viejo de limpieza, fue su última pelea, fue derribado en el último round. Recordó la vez que entrenando en el Luna Park le pegó con rabia a la bolsa, sin ver que su amigo se ocultaba detrás de ella. Julián cayó inconsciente por varios minutos. Debieron llamar a Urgencias, que se demoró tanto que cuando llegó ya lo habían despertado con un baldazo de agua fría. Giró su cabeza hacia abajo, buscó desesperado de dónde agarrarse. Nada. Nadie. No tenía control de su cuerpo y la sangre le impedía ver y respirar. Una pluma, eso era, una pluma arrastrada por el viento. Qué ridículo, pensó: una broma del destino, el campeón peso pluma noqueado por el viento. Y la voz de su hermano mayor, la vez en que treparon a un árbol por primera vez. Tranquilo hermano, yo te guío, vos escuchame y hacé lo que te digo, no te vas a caer. Y si te caés yo te atajo. ¡Hermano!, gritó, ¡Atajáme, carajo! Y comprendió que estaba solo, que los estaba abandonando. Y temió por todos ellos. Y también temió por él.


Los ojos marrones se cerraron de terror y de valentía. Entonces supo que la muerte le tendía los brazos. No hubo tiempo para estrategias, se sujetó del único hilo de esperanza que le quedaba: y se encomendó a Dios.
El hombre se imaginó en el cuadrilátero. Cuidáte de los golpes en la cabeza, campeón, le dijo su entrenador minutos antes de su primera pelea. Esos son los que hay que temer. Un golpe en la nariz, una fractura de pómulos, un corte en las cejas, tienen arreglo… pero un golpe en la cabeza no es joda. He visto a muchos boxeadores morir en el ring por una lesión en la cabeza. Otros perdieron el habla, la razón, la estabilidad, o quedaron en coma y ahí siguen. Pero de la muerte… de eso sí que no se vuelve, campeón. Si me viera ahora don Pedro, pensó: ¿Para esto te entrené, campeón? ¡Sacá de una puta vez tu mejor gancho, mierda! ¡Usá tu izquierda! ¡Dale a las costillas, que ya lo tenés! ¿Qué hacés en es silleta pintando paredes? Bajáte de ahí, la puta que te parió, cerrá los puños, apretá los dientes y vení a dar pelea, que esto no es para cagones. No aflojes ahora, campeón, no te rindas, carajo...


El campeón se derrumbó sobre la lona. El impacto del costado derecho de la cabeza contra el cordón de la vereda le abrió un tajo en el cuero cabelludo y de inmediato la cara se le desfiguró en un espeso manchón de sangre. Lo rodeó una multitud de curiosos. Mientras algunos comenzaron a rezar, otros aseguraban que ya no había nada qué hacer. Un trapo de piso que arrancó el viento de una soga. Un toallón lanzado por el entrenador ante el temible nocaut. El campeón vencido. Evaluaban al paciente como médicos inexpertos ante un cuadro irreversible, solo les faltaba quitarse los barbijos y sacudir sus cabezas. Un señor amagó a levantarlo, y otro le gritó que no lo hiciera, que ni siquiera debían tocarlo. El campeón entreabrió los ojos y balbuceó un quejido. Una señora lo tomó suavemente de la mano y le sugirió que se calmara, que no se durmiera. La ambulancia otra vez llegó tarde.
Nueve pisos arriba, la vieja la silleta de madera se balanceaba al compás del viento, mientras que un último pedazo de soga, deshilachado y burlón, apuntaba hacia abajo señalando el final.

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