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Columna de opinión

 Mi Gabo personal 

       enía que ser un Jueves Santo, fecha que siempre me ha parecido melancólica, quizá porque no hay mucho que celebrar y sí, mucho que padecer. Lo cierto es que estaba a pocos kilómetros de San Juan de Pasto cuando en la radio dieron la primicia: Gabriel García Márquez acababa de fallecer en México, lejos de su patria, aislado de sus lectores en una intimidad tan absoluta que hasta me sonaba inverosímil. Me aferré a la mano de mi hija –viajaba conmigo, en un viaje que, de pronto, se volvió pesado– y recordé un sinnúmero de datos que había memorizado a lo largo de la vida. Que García Márquez era el escritor latinoamericano más importante y admirado en el mundo, que se había exiliado en México desde 1981, que era serio y no obstante popular, que había nacido un domingo 6 de marzo de 1927 a las nueve de la mañana con el cordón umbilical a punto de estrangularle, que se dio el lujo de vender libros por montones y de poner a parir micos a los hombres más encopetados y poderosos de la tierra, que era nieto del coronel Nicolás Márquez Mejía, veterano de la Guerra de los Mil Días, e hijo de Gabriel Eligio García y Luisa Santiaga Márquez, que su primera novela “La Hojarasca” fue despreciada por un crítico argentino que le recomendó dedicarse a otro oficio, que su obra maestra “Cien años de soledad” había sido traducida a todas las lenguas de todos los países y culturas del mundo y que, ¡mierda!, tendría que grabarlo en la memoria: A Gabo se le ocurrió morirse un Jueves Santo cuando yo esperaba cualquier cosa, menos eso. Mi hija de apenas cuatro años quizá miró las lágrimas de desconsuelo que empañaron mis pupilas.     

meses después, escribir sobre Gabriel García Márquez sigue siendo complicado, es difícil no abusar del lugar común, los clichés y las palabras rimbombantes. El escritor cuyas páginas jamás me cansé de leer en voz alta teniendo como escucha a mi abuela materna hace ya varios años, el autor que me envenenó con el bichito de la literatura, a quien admiré y admiro, la verdad, con devoción; el Gabo que me hizo soñar con mundos imposibles llenos de mariposas amarillas, mujeres que suben en cuerpo y alma al cielo, gallinas que ponen huevos pentagonales y putas que se visten de niñas bien para engañar a un presidente decrépito y perverso; ese García Márquez que sin haberlo leído lo conocen las verduleras y lo citan académicos de levita y pecho de pavo; ese Gabo que no servía para Presidente de la República porque simplemente este país de mamertos y lagartijos tenía otros intereses; ese García Márquez  del cual hoy se vanaglorian de tenerlo en su circulo de amistades los que antes lo despreciaban, es –lo destaco sin temores– el único colombiano que no necesita del mito para llenar las páginas de la historia. Encarna al hombre de carne y hueso que se hizo amar con una popularidad superior a la de los deportistas y las estrellas de cine; para él no es necesario levantar pedestales, llamarlo padre de la patria o subirlo a los altares de los hombres impolutos. Para él basta que su obra, mágica y realista, siga recorriendo el mundo, asombrando la razón de incrédulos y apóstatas, despertando en sus lectores ganas inconfesables de trasladar al papel ideas y sucesos cotidianos, convirtiéndolos sin querer en escritores.   

   

     No es costumbre mía trabajar artículos con una visión tan personal, pero en este caso –y me perdonan la franqueza– si tengo por tema a Gabriel García Márquez no podría ser sino desde mis confesiones íntimas como lector, como trabajador de la cultura y como aprendiz de escribidor (lo de escritor me sigue quedando grande). Como lector he devorado todas sus novelas y sus cuentos que –nada nuevo– resultan estupendos. (Espero tener un pronto acceso a “En agosto nos vemos”, un manuscrito dejado por el Maestro). Como trabajador de la cultura seguiré con la fundación que lleva el nombre del Premio Nobel convocando eventos literarios de carácter internacional, sin mayor ambición, pero con el deseo sincero de que con ello apoyo el desarrollo de las letras hispanoamericanas, empresa que García Márquez tanto amó y contribuyó a su engrandecimiento. Como aprendiz de escribidor, perfeccionando un arte que me parece ingobernable pero que me atrae con una fuerza que sólo tienen las vocaciones que enloquecen. Y, por último, lo menos importante, seguiré agradeciéndole a la vida el haberme topado con sus libros, el haberme dejado seducir por el hechizo, agradecido por mis hijos, Gabriel, mi Gabo personal, a quien bauticé precisamente con el nombre del Maestro y Lina Sophía, una niña que quizá muy pronto comprenda porque lloré con el desconsuelo de un niño aquella tarde de un Jueves Santo cuando me enteré de la noticia.

    

 

 

Un hombre tan grande que no cabe en mis palabras

 

Por Albeiro Arciniegas

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