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Cuento Ganador IX Versión - Año 2013

 

   HOMERO Y LA LOCA

 

 

 

Por Marco F. Sánchez

(Bogotá - Colombia)

 

 

 

                   Para cazar un tigre hay que tener un coraje así de grande, señor. Se lo digo yo, que no soy de aquí, pero es como si lo fuera. Porque llegué hace una hilera de años, de un pueblo del interior, que para qué mencionar, y alcancé a cazar tantos tigres que hasta la cuenta perdí. Pasé por primera vez por este río navegando desde Araracuara en una chalupita casi ruin, casi bravera, que yo llamaba la Loca. Íbamos a todas partes, era como mi mujer. Vine con una mercancía que me fio Aniceto Molina: unos bultos de arroz, unas cajas de aguardiente y unas arrobas de caucho, porque aún había fulgores de la bonanza del Caucho. Y eso que por aquí lo del caucho no fue tan bravo como lo fue en La Chorrera. ¿Ha oído hablar de la matazón de indios que hicieron los hermanitos Arana? La Casa Arana ahora es un colegio, o algo así, pero antes era un matadero de indios.

 

La maldición de estas tierras siempre ha sido su riqueza. Eso lo tengo tan claro como que me llamo Homero Paredes. Aquí el caucho pegó duro pero no fue algo tan cruel y el pueblo quedó lo mismo. Estaba el puesto de infantería de marina. Lo demás eran siete casas de las siete familias notables del pueblo. Eran los que compraban desde pisco, un trago peruano para emborrachar peones, hasta pieles, caucho y baratijas. Pedrera era un corregimiento hecho de paja, con un puestico de salud que más enfermaba al verlo; la casa de la aduana, un armatoste viejo cuyo nombre daba risa porque aduana de qué; la casa de Luis Martínez y la del mico Suárez, peluquero de los Infantes y del grupo de notables. El más notable de todos era viejo Jácome que tenía una hija, Pauleta, más notable que él. Era una culoncita, de ojos dormidos y de muy buen ver, que competía, en desventaja, hay que decirlo, con Raimunda, la entenada de Rondón, el Opita. Una belleza, le digo, un prodigio, que no sé qué hacía en estas tierras, y que se fue a vivir con el Chispas, un marinero flaco, casi un grumete, que era el encargado de recibir las señales de radio. Todos los viejos están muertos y los demás se han marchado. Hasta el comandante del puesto, un costeño mala leche a quien le decían el Chulo. Era un sargento abusivo, que trataba los soldados como a perros y a los civiles como a soldados, y una vez metió al calabozo al corregidor, un hombre casi anciano, por no haberlo invitado al cumpleaños de su nieta. La iglesia de barro y palma estaba cerrada entre semana pero los domingos se abría para oír la misa de un capuchino español, que vivía en el Internado, al otro lado del río, y era al único al que el Chulo respetaba. Tanto, que los domingos formaba la tropa y la llevaba a misa. De la guerra con el Perú a duras penas quedaban las bases de un fortín que jamás se construyó; ahí las puede encontrar devoradas por el monte. Los indios bregaban a que les permitieran hablar en su propia legua en el internado, y hacía poco se había estrellado un avión en las piedras de Angosturas. Eso es historia, señor.

Vine con un socio llamado José Clavijo, siempre a lomos de la Loca. Vendíamos de todo: combustible, papas, víveres, o los cambiábamos por pescado seco, conserva y caucho, entre Araracuara y Villa Betancur. Nunca sabíamos cuánto duraba un viaje, porque nunca duraba lo mismo, y no nos importaba. Muchas veces no nos quedaba nada y resultábamos navegando por el mero gusto de ir río arriba y río abajo, porque cuando a uno lo pica el río se le adueña de la vida y ya no puede abandonarlo.

 

Aquí la vida era fácil. En las navidades los infantes de Marina y tal cual indio ofendido armaban una pelea por mujeres o porque estaban borrachos. No Pasaba nada más. Luego vinieron los tiempos de las pieles y esos sí que fueron tiempos. Fue una bonanza más limpia, más hermosa que la del caucho y la de oro, porque se cazaba tigre, tigrillo, nutria, y pieles de fantasía. Pieles de lujo, le digo: caimán negro, cerrillo, puerco. Una piel de tigrillo entonces se vendía en trescientos pesos y uno descansaba un mes. Aquí la compraban Domínguez, Pepe Balcázar o el Rojas, un sargento que también era del puesto y después fue comandante y después de comandante se metió a corregidor. Decía que era de Orocué y, sí, tenía cara de llanero. A veces leía libros y cuando pretendía hablar como hablan en los libros, no se le entendía nada. Entre este y el Opita, tenían una tienda que se llamaba la Cueva donde compraban de todo y eran los que surtían al poblacho de cualquier tipo de cosas. Los conocí cuando le traje unas pieles a Efraín gil, hermano de un Julián Gil, al que, según se comenta, se comieron unos indios de dos metros de estatura, rubios y de ojos azules y pómulos levantados, llamados los Caraballos. Una belleza, pero comían gente. Es más: se dice que por ahí andan todavía, en las cachiveras y los varaderos del Caquetá y el Apaporis. Tenga cuidado.

 

La historia que le cuento, y otras que el mundo ha olvidado, no se registra en los libros, ni en la memoria de nadie. Una vez, Rojas, que se había casado con Amparo, la hija del viejo Uribe (pobre, apenas tuvo el primer hijo se engordó y a lo último casi ni se podía mover), me pintó un negocio que me pareció bonito: quería comprarnos las pieles que lográramos con José Clavijo, mi socio, con carácter exclusivo. Nos ofrecía, además de buena paga, fariña, panela y pescado seco para el viaje. Aceptamos. Y como la cacería no quedaba ahí nomás, nos llevaron en la avioneta del gringo Mike, que ahora está preso en Miami por traqueto o qué sé yo. Eso salió por la prensa.

 

Dejé a la Loca en el solar de la casa. Le dije: quédate aquí, que algún día volveré, porque ahora es pura avioneta. Y llegué a Santa Isabel, un puerto donde iban y venían las pieles como comercio de yucas. Y algo debo confesarle: yo no mataba. Fui patrón de cazadores, buen preparador de trampas, y hasta buen ahuchador, pero jamás maté un tigre. Y no por sacarme en limpio, sino porque para matar hay que tener un corazón distinto.

 

Allí salía yo del monte antes que los demás cazadores. De modo que cuando ellos subían yo ya bajaba con pieles. De esta forma Rojas daba un golpe de mano a la competencia. Y un día le dio por no ser derecho: cuando yo llegaba a Pedrera me mostraba un radiomensaje en el que decía que el precio de las pieles había caído. Entonces se las vendía a pérdida. Me estaba veinte días por ahí y me mostraba otro papelito de esos en el que decía que las pieles habían vuelto a subir. Yo tenía diez y seis trabajadores y Clavijo treinta y dos. De modo que entre ambos podíamos reunir unas cincuenta pieles de tigre en la semana, sin contar las de Yacaré, las de nutria, las de puerco y las demás, y uno que otro guacamayo o un par de frailes que cogíamos por ahí. Sólo nosotros dos. Y como nosotros dos había por lo menos diez patotas en la zona.

 

Con las pieles a buen precio, yo me regresaba al monte. Pero cuando volvía a Pedrera daba la casualidad de que el precio había caído. Hasta que con mi socio nos cabreamos y cambiamos de patrón. Vendíamos las pieles a Mike y Mike las sacaba del país. Vaya a imaginarse uno a cómo se las compraban, pero ah tiempos le digo, ni comparación con hoy, que el gobierno no permite que un hombre tenga más de tres cartuchos. Y le digo esto, Señor: que si no se levanta la veda del tigre, será el tigre el que nos coma. Vaya si quiere al Mirití, ahí los puede ver: ya ni siquiera se esconden en la maleza sino que vagan campantes por los meandros del río, por quebradas, y rastrojos; andan hembra y macho en busca de qué comer. ¿Maravilloso? Más de lo que se imagina; averigüe si no atacan solares y acaban con liebres, pavos y puercos. El tigre es un gato grande y es lo mismo que los gatos: al paso del tiempo se vuelve conchudo y no le importa que lo vean, pero es un animal muy serio.

 

Para matar a un tigre hay que tener un coraje así de grande, ya se lo dije, señor. El que le diga que no le tiene miedo, no sabe de qué está hablando. Hay que seguirle el rastro muchos días. Hay que saberle el olor, la forma de caminar y la forma de pensar. ¿Que no piensan? eso es lo que usted dice, porque apenas los habrá visto en libros, y perdone. Para atraerlo se le pone una carnada: un mico o un buen pedazo de danta, y se llama. Se coge un calabacito y se ruge como cuando ruge un tigre. Si el tigre escucha el llamado, no tarda mucho en llegar. Y si es de día, es peligroso enfrentarlo. Lo mejor es esperar que se coma lo que le quepa y vaya esconder el resto. Porque él esconde las sobras para más tarde y las tapa con maleza. Ahora dígame que no piensan. Y lo que queda es esperar que venga a acabar de comer y siempre vuelve a las doce horas a buscar lo que enterró. Allí es cuando se debe alumbrar a los ojos del animal, encandelillarlo y dispararle de una, porque si no es así, de un solo salto se esfuma. Ah, y el tiro debe ser en la cabeza; porque si le da en el cuerpo, el cuero se echa a perder.

 

De eso viví un resto de años hasta cuando llegaron las vedas y los defensores de animales. Con los indios, ni le digo: que si la caza esto, que si los blancos lo otro, que su territorio, que tal; como si un tigre estuviera menos muerto cuando lo mata un indio que cuando lo mata un blanco. Los convenios, las jodas y las autoridades acabaron el negocio. El oficio se volvió clandestino y, la verdad, uno era el que se jodía y otro el que echaba bueno.

 

Así que me retiré. Me estacioné en la Pedrera. Levanté un rancho de paja a orillas del Chorro Grande y me abuené con La Loca. Casi le pido perdón. Vi que no me aborrecía por haberla abandonado, y se volvió a ver río arriba y río abajo, como en sus mejores días, y hasta se veía contenta. De la cacería del tigre sólo me quedó miseria, un par de amigos y un motor tan empobrecido que funcionaba sólo porque Dios quería y no porque estuviera bueno. Con decirle que había que prenderlo con cuñitas y palitos. La plata, que me gané, que no fue mucha, por cierto, se fue lo mismo que vino. Y un día que estaba durmiendo la siesta en una hamaca que había guindado de dos palos de caimito, frente al puerto, llegó un señor y me dijo que si le llevaba una gente a un lugar del río Traíra. Yo al Traíra lo conocía hasta cierto punto, en tiempos de la tigrillada. Le dije que si el motor prendía le haría el viaje. El hombre me propuso el trato el lunes y el viernes partimos para el Traíra. Cuando llegamos a Yacaní dimos con un chorro tan verraco que el motor no subió ni a palos. Esa noche tuvimos que guindar hamacas en el monte a la espera de que el chorro al día siguiente estuviera menos bravo. Al otro día llegaron unos muchachos con un motor más grande y lo amarraron a la rama de un árbol caído, con tan mala suerte que la rama estaba seca y el chorro se llevó el bote. Pobrecitos, había que verles las caras. Entonces me dijeron que los llevara a Puerto Garimpa, es decir, a la mina y cada uno me daba diez gramos de oro. Yo les hice el viaje más por socorrerlos que por ambición; porque, a mí, la única vez que el oro me quitó el sueño, fue cuando tuve casi cinco arrobas debajo de la cama.

 

Total, los embarqué en la Loca y el motor se portó bien. Regresé y llevé a otro personal y volví y llevé más gente. Así, medio en serio medio en broma, y casi sin darme cuenta, me volví transportador y me olvidé de los tigres. El Traíra era un río cerrero, virgen. Tan virgen y tan cerrero que había que llevar un hacha para limpiar el camino de tanta empalizada y tanto bejuco gordo que amenazaban el viaje. Había que ver esas aguas: las arahuanas, las cuchas y las tortugas se veían hasta dos metros al fondo. Y muchas eran las veces que nos tocaba pasar por el lado de serpientes que acechaban en la orilla. A mí no me asustó el río. Al poco tiempo, Custodio Parra, un gamonal de Leticia, me trajo un bote más grande con un motor más potente, y más tarde otro, y luego otros. Y volví a dejar a la Loca en el solar de la casa, y le dije: aquí te me quedas: ahora sí nos despedimos. Y lo que pasó después fue todo en menos de un año. Entonces el Taríra, de bravo y cerrero que era, pasó a ser la vía por donde circulaba una auténtica línea de transporte que cobraba a diez gramos de oro el pasaje de Pedrera a la mina. Y en su lecho, en vez de las arahuanas, las cuchas y las tortugas, se veía lancha tras lancha; y, en sus orillas, basura de todas las calañas. En la mina había pura hambre y oro. Metido en otros asuntos, dejé la marinería y contraté motoristas, entre ellos a Ñaño, el hijo de Charuto, un antiguo prófugo de Araracuara que se había consumido persiguiendo guaras. Entonces trabajaba con motores de ciento cincuenta caballos, de unas cinco toneladas, para poder dar abasto. Un kilo de arroz en la mina costaba dos gramos de oro y llegó a costar dos y medio; ¿A cómo está el gramo de oro? Multiplíquelo por dos y eso costaba el arroz. Una botella de aguardiente llegó a costar cuatro gramos y el dinero no existía. El oro era el que mandaba.

 

Por obra y gracia del oro Pedrera pasó de ser un peladero miserable, donde ninguna lancha quería atracar, a un lugar donde, de repente, ya no cabía nadie más. Llegó pueblo de Leticia, de Mitú, de Florencia; llegaron mineros que se creían acabados, viejos y sin ilusiones; como no había dónde hospedarse, colgaron sus hamacas en los horcones o en la vigas del entresuelo de las casas y los otros se quedaron en el parque como recuas de mulas; llegaron gavillas de vendedores de comida y dueñas de sancocherías de toda la Amazonía; llegaron los aventureros y los empresarios, los burdeles y con ellos las prostitutas: burdeles y prostitutas se quedaron y los demás se fueron a la mina. Hubo cinco cantinas con mujeres y seis radioteléfonos en donde uno tenía que esperar cuatro horas para hablar y hubo ocho vuelos diarios a la mina, a treinta mil pesos persona, o su equivalente en oro. Muchos hombres llegaban y le daban un kilo de oro al dueño de un burdel, y se quedaban a beber a buena cuenta, y sólo cuando este les decía que ya no había más respaldo, regresaban a la mina. La escasez de comida en la garimpa era constante: la gente daba el oro que fuera por una libra de arroz y una vez llegó un vuelo charter y todos pensamos que llegaba la comida. Cuando la gente fue a ver, no traía sino aguardiente. Puras cajas de aguardiente.

 

No se sabe quién fue el que llegó primero a la mina. Pero se dice que fue Pedro Pinzón, un valluno de Tuluá. Se comenta que lo guio la estrella de cinco puntas que lucía en medio del pecho tatuada con tinta azul. Con Pedro fue el tal Charuto, prófugo de la justicia. Y se dice que cuando llegaron, ya los brasileros habían entrado a la mina por el lado de San Gabriel de Lacachuelas y ya tenían socavones y les habían puesto trancas. Algo mágico debía haber en el tatuaje de Pedro porque, con el tal Charuto, sacaron más oro en quince días que los brasileros en un año. Pedro, yo la vi, se trajo una piedra de oro puro que pesaba casi un kilo.

 

 Los brasileros trabajaban para un patrón de afuera: la Golden Amazonic, que planteaba a los mineros y que les ponía comida, combustible y todo lo necesario a cambio de la mitad del oro que sacaran. Los directivos de la Golden entonces armaron el chisme de que los dos colombianos eran guerrilleros. El asunto se volvió problema de Estado y al poco tiempo llegaron guerrilleros de verdad, a exigir vacuna, a cobrar impuesto, y sacaron a los de la Golden. Llegó también la inteligencia del gobierno y se repartían las vacunas con la guerrilla y la cosa se fue jodiendo. De todo esto queda lo que hoy se conoce como la Paraná Panema. Transó con los gobiernos y con los guerrillos y todo se calmó. Se acabó la bonanza. Mire el hotel de Ricardo Puentes. Ahí como lo ve, de tablas burras y tejas de zinc, hoy no llega un alma. ¿A qué? Pero en esa época la noche llegó a costar más que una noche en el Hilton: diez gramos, y no le cabía un tinto. Catres de resorte, sin ventilación, ni baño privado, pero era un techo, ¿entiende? Un abrigo. Ahí está que se cae. No me diga que usted no es el único huésped. Porque esto se murió hace rato. Y no me diga que el monte no se ha metido por las hendijas del tablado. ¿Se fija? Mire las casas: todas en material. Hubo un teatro, una sala de cine porno y, además de los burdeles, cuatro discotecas y dos bares de farolito rojo. Toda la basura habida y por haber. Las lanchas de Custodio Parra que venían cada seis meses, ahora llegaban a diario. Toda la gente de los pueblos de la selva se botó hacia Pedrera con un solo sueño bañado en oro.

 

Fue cuando se me ocurrió lo del almacén. Pero no en Pedrera. En la mina, porque Pedrera estaba lo que se dice puteada. Mucho robo, mucho indigente, mucho vicioso. Mucha puta. Nadie era amigo de nadie, nadie conocía a nadie. El negocio prosperó porque a Homero Paredes todo Leticia y Puerto Asís le dieron crédito y para abreviar le diré que yo vendía desde una draga o un motor Diessel hasta una aguja, pasando por remesa, machetes, plantas eléctricas, gasolina, calzones, faldas, aretes, bisutería ropa de toda especie, cobijas, lámparas a kerosene, lencería. No había nada que usted preguntara que allí no hubiera y el oro era la moneda.

El oro atropella, ¿sabe? De repente el almacén ya no era almacén sino un campamento de abasto en donde me perdía por las noches en laberintos de mercancía en busca de un alivio que me permitiera sacarme los líos de la cabeza. Cómo que cuáles líos. Los de los créditos que otorgaba y los de los créditos que pedía. Porque a mí me daba lo mismo fiar una remesa que costaba treinta gramos, una lancha, un motor fuera de borda o una draga. Es más: me complacía ver salir la mercancía como si con ella saliera un poco de esclavitud. Algunos me pagaron, pero muchos otros no. No le digo cuánto, pero tenía oro, mucho oro debajo de mi cama, pregunte, no le hablo paja, y era cuando no dormía. La ganancia llegaba como maldición y como maldición se iba: vacuna de la guerrilla; colaboraciones para el frente no sé cuantos; amenaza del comandante fulanito, los años y el deterioro de la mina. Míreme. Hoy soy el mismo Homero Paredes que una vez puso una hamaca y se echó a dormir a la sombra de un caimito, frente al puerto, cuando llegó no sé quién a decirle que lo llevara al Traíra. ¿El oro? Pagué los acreedores. Y un día fui al solar de la casa y allí estaba la Loca, casi que la había olvidado, medio devorada por el monte, medio partida por el sol. La recuperé. Se puso contenta, ¿sabe? Fue como si me mirara y me agradeciera. Casi lloramos los dos. Le puse gasolina y le aceité sus fierritos y le curé sus costillas y dos días enteros estuve de calafate. Se ve contenta, ¿a que sí? Sólo que todavía le pongo cuñitas y palitos al motor para que prenda. Pienso que si lo mando revisar, pues ya no me ha de servir. He vuelto a ser el de antes. El oro nada me importa. Y el tigre pues… a esta edad… Por eso no moví un dedo cuando llegó la bonanza de la coca. ¿Ya sabe lo de la coca? ¿Prendo la Loca y mientras navegamos un  rato le cuento? Mire: un día llegó un piloto de apellido Rivera y habló con cuatro indios de la reserva del Mirití y...

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