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OBITUARIO

 

Por:  Selene Esmeralda Caamal Ríos
        San Francisco de Campeche, México


Por Esmeru
Tus ladridos seguirán escuchándose, en donde sea que estés.


Lo único que tuvo que haber hecho, no lo hizo. Esa omisión fue lo que arruinó su matrimonio con Esther; cinco años de casados tirados a la basura por no llevar al perro a consultar a tiempo.


—Lo dejaste morir
Fue la fría sentencia que ella le dio mientras esperaban las cenizas del viejo can.
Octavio era el nombre del difunto, tenía diez años de edad y Esther lo había amado desde que lo vio por primera vez, cosa que a él le irritaba, esto no significaba que él no sintiera afecto sincero por el animal, solo que no lo amaba desmesuradamente como sí lo hacía su ahora futura ex esposa.


¡Maldición! No quería resignarse a separarse de ella, no por la muerte de un estúpido perro más querido que él.
Le impactó escucharla decir que no quería volver a verlo, que le pidiera abandonar la casa y que posteriormente le mandaría la solicitud de divorcio con un abogado.


—¿Por qué ese animal es más importante que yo, que nosotros?
Le había dicho mientras empacaba su ropa.
—Lo conocí antes que a ti. Lo conocí en una época muy difícil de mi vida.
Le respondió ella saliendo de la habitación, dejándolo solo con su maleta.


Efectivamente, Octavio llegó a la vida de Esther poco después de que el alcohólico de su padre las abandonara a ella y a su madre, Octavio la defendió cuando el nuevo novio de su mamá intentó violarla, Octavio era su protector y amigo. Octavio estaba muerto por culpa de su marido.


Por motivos de trabajo, ella tuvo que salir de la ciudad por un mes. Lo único que le pidió a su esposo, después de decirle lo mucho que extrañaría al perro y a él, era que no descuidara a su leal compañero canino, que procurara su bienestar… ¿y qué había hecho ese irresponsable? Lo dejó amarrado en el patio, porque no
soportaba que constantemente el perro entrara a la casa llorando desesperado buscando a Esther y que en su búsqueda tirara todo lo que estuviera a su alcance.


Él también quería a Octavio, pero no le tenía mucha paciencia, el perro era grande y por momentos estorboso. Ladraba durante la noche, lloraba, aullaba, y él estaba estresado, necesitaba silencio para descansar… leyó que era necesario demostrar a los perros quién era el líder de la manada, y ese definitivamente era él, el hombre de la casa. Si Esther nunca le puso límites a Octavio, él tendría que hacerlo.


No pensó en maltratarlo, solo lo amarraría en el patio para controlarlo, para mostrarle quién era el que mandaba y para recuperar un poco de la tranquilidad perdida por el escándalo del animal.
Ni siquiera se dio cuenta de cuándo dejó de darle de comer, ni de cuando se olvidó de su existencia. En cinco años nunca se hizo cargo de Octavio, eso le correspondía a Esther, quizás por eso le disgustaba de sobremanera el comportamiento del can y quizás por eso olvidó que lo amarró en el patio, sin darle agua y comida.
Ahora Esther lo odiaba, quería divorciarse de él, no deseaba verlo.


Pasaron tres meses desde su salida del hogar conyugal, y ahora estaba en el bar esperándola, porque se había atrevido a citarla, desesperado, anhelando una reconciliación y asombrosamente ella aceptó verlo.
Cuando la vio llegar, su ritmo cardiaco se aceleró; Esther llevaba puesto el vestido blanco con que se casaron por el registro civil, lucía hermosa, algunos de los hombres en el bar, le dedicaron miradas curiosas que ella simplemente ignoró. Interpretó su vestimenta como una muestra de que todavía sentía amor.


La mujer se sentó frente a él y levantó una mano llamando al mesero, le susurró a éste, algo al oído, el joven asintió y se retiró. Entonces intentó hablarle, pero ella lo calló. Repentinamente comenzó a sonar la canción que bailaron en su boda, ella se levantó de la silla y sin hablar le pidió bailar. Sintió que ella quería la reconciliación, e impulsado por esa sensación, la besó y su beso fue correspondido.


Salieron del bar rumbo a la casa donde alguna vez vivieron juntos.
—Te amo, pero lo dejaste morir.
Fue lo primero que ella dijo al entrar al que fue su hogar.
— ¡Olvida eso!


Le suplicó tomándolo de la cintura para besarla otra vez. Nuevamente ella le correspondió, se acariciaron y besaron hasta quedarse dormidos. Esa noche en brazos de Esther, todo volvía a estar bien.
Los rayos del sol, directamente sobre su rostro, lo despertaron. Todo lo acontecido durante la noche pareció ser un sueño maravilloso pero lo que esa mañana estaba sucediendo era una pesadilla. Despertó en el patio de casa, encadenado al árbol, el mismo árbol en donde mantuvo amarrado a Octavio. Solo tenía un recipiente de agua junto a él, cuyo único contenido era el anillo de bodas perteneciente a Esther. En el piso estaba escrito:
“¿Cuántos días soportó Octavio amarrado sin agua? ¿Cuántos días soportarás tú?”
Gritó el nombre de su ex posa para llamarla, pero ella no apareció, colgando en el árbol estaba el vestido blanco que llevaba puesto la noche anterior.

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LA MUERTE VINO A TEJER

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Por: Gustavo Tatis Guerra
Sahagún, Colombia

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Ella amanece pensando que el sofá despierta con un nuevo agujero.


¿Estás viendo ese agujero? -le pregunta la niña Rochi a Ángel, su esposo que es como un gigante con alma de niño, tanteando con dulzura paternal el nuevo agujero. “No lo alcanzo a ver”, dice él. Los agujeros son como una pesadilla. Él cree que la ruina tiene su manera particular de devorar las formas de las cosas. Apenas ayer el sofá instalado en su esplendor en la sala lucía como un animal magnífico en su belleza y en su silencio. Pero apenas lo alcanzaba la leve luz de las ventanas, el rayo de sol de los cerros, el sofá parecía envejecerse ante la sola presencia de los viejos.


Él con una paciencia de ángel extiende sus brazos enormes y bosteza meditando sobre la luz dorada que se apaga en declive en las alturas. Ella dice que él es como un caballo jineteado por un niño. Ella no sabe qué relación hay entre los agujeros y el infierno amoroso de la vida conyugal. Es como si un animal invisible y nocturno mordiera la piel del sofá mientras ellos duermen. Pero el desgaste no tiene la forma de una mordida, es como la piel que mudan las serpientes. Así que cada noche antes que amanezca, la niña Rochi tiene un tapete enhebrado con hilos de colores para adelantarse al próximo agujero. Amanece con el tapete diminuto en la mano y repara el sofá.


No se equivocaba. Un nuevo agujero aparecía en el sofá.


El rostro de Ángel está perturbado por la mortificación de su mujer. Piensa que él y ella han entrado sin saberlo en los achaques y espejismos de la vejez. “A lo mejor estamos viendo agujeros donde no hay”, pero no quiere decírselo a la niña Rochi. No puede alterar la armonía de sus manos que hierven el agua del café del amanecer y la paciencia certera que necesita para enhebrar sus tapetes. Después de sesenta años de vivir juntos, una palabra imprecisa pronunciada por alguna contrariedad, puede suscitar una tempestad innecesaria. La niña Rochi ha sido algo más que una sagrada compañía. Es la complicidad de su espíritu. Alguna vez se habían quedado sin recursos para sobrevivir y a él le había surgido un puesto público y se encontraba indeciso en aceptarlo en momentos en que pintaba el enorme lienzo de su mujer con un girasol en la mano.

 

¿Qué hago?- le preguntó. -¿Crees que debo aceptar un cargo público? ¿Sigo pintando o escribiendo o me pongo esa corbata como una soga al cuello? ¿Qué hago niña Rochi?


Con la aguja en el aire, mientras tejía en aquella ocasión una mortaja para una tía que estaba a punto de morirse, la niña Rochi fue enfática e indoblegable: “Déjate de tonterías. No aceptes ningún cargo público. Sigue pintando y escribiendo”. La voz de su mujer era el aliento que requería para salirle paso a las adversidades. Había pensado conjurar los agujeros del sofá imaginando que en cada amanecer le nacían flores diminutas. Pensó en la flor de las zapatillas del obispo, de un azul intenso con un fondo amarillo, una flor silvestre que crece en los solares del Caribe.


Pero en aquella mañana, mientras iniciaba el lienzo de los agujeros, la niña Rochi empezó a toser en el cuarto de al lado. Tosió insistentemente y su voz se ahogó de repente. Lo llamó débilmente y se aferró a sus manos. Le pidió que no se aturdiera y que al morir la incinerara y arrojara sus cenizas desde lo alto del Cerro de la Popa. El rostro de Ángel se descompuso con aquella revelación. Estaba terminando de hilvanar el último tapete. Su cuerpo se apagó en sus manos. Allí los encontró horas después, su hija Patricia. Él, tembloroso, desconsolado, lloraba como un niño. No quiso ver a nadie y se encerró en su estudio como un desterrado, tratando de culminar un inmenso lienzo sobre su mujer. Así lo encontró Esteban Guerra, un viejo amigo que vino a visitarlo, pero nadie daba con la dirección de su apartamento en el edificio Sucre, piso 11, en La Candelaria. Ángel tenía en el rostro la luz pálida y abandonada de quien se ha puesto su pijama para sopesar con café caliente, el sordo rumor de la muerte. Adelgazado en los últimos meses por la novedad de la muerte, conservaba aún la furia emocional de sus convicciones y la desolada lucidez del viudo. Pero en un instante de esplendor, sus ojos volvieron a recobrar el brillo del pasado y sus manos grandes se agitaron en el aire para reclamar un tinto. ¡Rochi! ¡Rochi! ¡Un café!. Pero en el mismo instante su alegría volvió a recobrar su desolada lucidez: ¡Ay, niña Rochi! ¡Ay, niña Rochi! ¡Un café!.
Era insoportable recordar ahora que su mujer no estaba calentando el café para el recién llegado ni estaba tampoco tejiendo un tapete para cubrir los huequitos del sofá, desgastado por el uso. Intentó llamarla por tercera vez, pero comprobó que tampoco estaba en el cuarto ni en ningún lugar del apartamento, sólo muy cerca de su soledad, muy cerca de sus palabras y sus recuerdos más lejanos. Supo con aterradora desilusión que su Niña Rochi había abandonado este mundo. Que muy cerca, en el cuarto de al lado, suspiraban sus cenizas en un cofre de madera oscura. Muy pronto, las suyas estarían junto a las de su mujer.


Ahora solo se aferraba a la luz de sus lienzos, como una de sus alegrías más profundas. Había dibujado el retrato de su mujer cuando tenía diecinueve años cuando era la reina del equipo de béisbol de Águila.


Llegar donde Ángel era como visitar una inmensa catedral, una montaña o sencillamente asomarse a los ojos de un niño. Había cumplido sus ochenta años el pasado 12 de agosto, y no había dejado de pintar, conversar y corregir sus propios libros. Ángel sabía sin ínfulas que había entrado a la eternidad con tres novelas, siete poemarios, dos tomos de narraciones periodísticas e infinidad de pinturas. Algunos lo recuerdan solo por su libro El triste silencio de la nieve, pero su grandeza invisible rebasa esos libros. Él era la novela, el poema y la pintura viviente. Tenía un susto sobrenatural a los aviones y a dormir en una casa sola. Decía de sí mismo que era “una mezcla de furia y cobardía, de ternura y desesperación. Escribo para encontrar al ángel perdido de mí mismo en los otros, pinto para ejercitar una implacable y casi siempre fracasada necesidad de comunicarme con los otros”. Confesaba sentir escalofríos ante “una mujer encinta frente a un tablero de ajedrez, y presenciar la lenta y terrible agonía de un elefante envenenado”.


Ahora frente a su amigo Esteban Guerra lo hizo sentar en el viejo sofá que exhibía siete nuevos agujeros en la ausencia de la niña Rochi. Su hija Patricia puso a calentar el café. Ángel intentó cubrir uno de los agujeros rodando uno de los tapetes. Sacudió los cojines en los que dormía el nido de hilos de la niña Rochi.
Debajo de los hilos cayeron unos tapetes.


Sobrecogido por la sorpresa, descubrió siete nuevos tapetes que la mano invisible de su mujer había tejido quién sabe en qué instante.


Uno de los tapetes tenía tejido en amarillo un caballo jineteado por un niño.

 


A Héctor Rojas Herazo
NABONASAR

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