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Cuento Ganador, VIII Versión, Año 2011

 

                 HILDA Y EL VALLE

 

 

Por Dina Luz Bravi

(Rosario, Argentina)

 

I

 

         

         

             Hilda nació en Tilcara. Es la quinta hija de Ruma y José. Le sigue Ángel, el más chico. Aprendió mucho de su madre, todos los días bajaba con ella a ordeñar las pocas vacas, muy temprano bajaban al vallecito. Ruma sabía hacerlo, Hilda no. Hilda vive en la cuesta.

 

Como no hay agua los hermanos bajan mucho más y vuelven con baldes y tachos que los proveen de día.

 

El rancho es de color marrón subido de la tierra, y las pajas cubren los soportes de caña del techo. La lluvia no llega al rancho, la lluvia no llega a Tilcara nunca. El sol abrasador y a veces abrigado rasgó en dos el techo de paja y así quedó. La lluvia no llega a Tilcara, el techo estará rasgado sin fin. El piso es de tierra apisonada con restos de alfarería, tenso como un ala. La luna húmeda y a veces fresca de verano rasgó el piso una noche rasgando la ventana. Era noche de amor, y la luna dejó una marca que se repetiría idéntica a sí misma todas las noches de amor por la ventana rasgada.

 

El vallecito no espera a nadie, ellos igual lo persiguen, el vallecito no espera, el vallecito camina lejos, y ellos igual lo persiguen. Un día aquí o más allá, lo buscan. Hilda se cansa a veces, no baja al vallecito porque sabe, no duda que se escapó. Hilda no va hacia el valle, el valle desaparece de día. La caminata empieza, es un largo caminar, no es un pesar, no es su rutina, no es por las vacas y la leche que hay que vender y subir. Se aleja el valle, Hilda no se aleja, se deja llevar, y el valle la lleva. Así todos los días, no es un pesar, baja a buscarlo, buscar le brinda la certeza. Lo busca porque sabe que está y si ella lo sabe, él la espera, él se detiene algún tiempo, no es por las vacas y la leche. Todos los días igual, la noche de luna que parte en dos el piso de restos de alfarería apisonada, el sol que entibia y parte en dos la cuesta, la cuesta es íntegra, el sol está partido, una mitad aquí, la otra camina con el vallecito.

 

Todo es distinto desde que su madre murió. Ella se quedó sin madre antes de concebir un hijo.

 

La madre sabía detener al valle, era un poder, una mirada de sí, el valle era ella misma. Hilda no es el valle y el valle no se detiene a esperarla hasta que ella lo sabe, no es un pesar, es seguir, hasta ser el valle. Ser uno con él, y ahí sí, Hilda obtendrá su leche para ella, para ella sola, ya se quedó sin madre y sin hijo. Aprender a ser una, una con el valle, como es una con la luna de amor de la ventana rasgada y esa luna vuelve cuando Hilda quiere. Es una con el sol de la cuesta, el sol que se escapa con el valle, es una, por eso baja la cuesta, por eso la cuesta existe y el sol vuelve siempre.

 

Hilda no  puede hacer existir un valle, lo intenta sin pesar, da pequeños pasos todos los días.

 

II

 

Una noche de carnaval la luna se llenó del color del hombre del valle. Ella quiso esa luna y quiso al hombre. Llevaba puesto un vestido negro con flores blanquísimas pequeñas y sueltas, las flores no estaban pintadas en  el vestido, seguían al vestido y el vestido seguía a Hilda. El pelo suelto de amor le llegaba lejos, los pies cubiertos con sandalias con cintas negras de charol, sandalias de algún tiempo de gringos que Hilda guardaba celosamente para las noches de luna y de valle quieto. Todos saben en  Tilcara qué pasa cuando hay noches de valle quieto. El vestido tiene breteles de tiento perfumado del jazmín serrano. Los brazos no tienen nada, son libres para girar, cubrir abrazar fuerte. Los ojos negros son negros de luna y cuesta de sol rasgada. El baile no empieza, ya hay música. El baile no empieza si los hombres no tienen el color del encuentro, el milagro de las mismas miradas al son y los  pañuelos desprenden el jazmín serrano.

 

         A Hilda la encuentra un pañuelo blanco, la rodea, le acaricia el cuello la espalda y más. Baja hacia donde debe, hacia donde sabe, se detiene en un trecho de espalda y gira, da vueltas en él. El pañuelo se va al otro lado, el hombro y entonces más. Hilda se exalta, no sabe por qué. No sabe si es por el sabor húmedo del pañuelo blanco que ya dejó un lado de su espalda  o por el lado opuesto, que ahora toma sus pechos y gira, y como ella vuelve a recordar la luna, la luna baja y llena de sabor húmedo el otro lado del encuentro, el mismo pañuelo, el otro lado, y este. Hay un lado donde Hilda siente como se evapora la humedad de la luna en el pañuelo, hay otro lado donde el pañuelo moja sin cesar. No puede definir cuál la exalta más de amor.  Hilda recuerda la ventana rasgada, es rasgada de noche de amor, trae la ventana, el hombre del pañuelo sabe del ardor, el piso con luna los recibe manso, y mansas manos siguen sin pañuelos. No está en el rancho Hilda, está en algún lugar que tiene su ventana y tiene sus manos y pañuelos blancos de fiesta de carnaval. Y las manos tocan y rasgan y recuerda la noche de aquella vez, y la trae para recrearla. Y se une a esa noche, los breteles de tiento de olor jazmín se desprenden con las florcitas que ya se fueron. Hasta el sol siguen Hilda y el hombre del pañuelo blanco. Con el sol se va, no se va la música, se va el hombre, no se va sin música, el hombre  la lleva y la va a recordar.

 

III

 

Se despierta tarde, clarísima. El vestido reposa del lino, las flores muy chiquitas están quietas en él. Ella cree que debe guardarlo con esmero. Lo recoge y lo guarda, porque así lo cree.  Se detiene y sabe que debe pensar. Como lo sabe se detiene. Piensa. Trajo la ventana y la luna. No sabe adónde. Ahora debe bajar a buscar el vallecito. El vallecito no espera a nadie. Pero Hilda lo sabe, encontró la respuesta. La respuesta no la buscó  porque nunca lo hace con nadie, nunca lo hizo con nadie en el mundo.  Hilda baja corriendo abrevados los ojos de luna, el valle es ella, baja, y ahí está. Está con las vacas y la leche, como  su madre, la que tenía el poder, el poder de ahora, el de ella.

 

Sube gustosa de leche y el hijo que no tiene, el que no llegó, ella sabe que tiene nombre, y lo nombra. Lo nombra Hilda ese día y esa noche, y  los días siguientes también.

 

IV

 

A Tilcara llegó al carnaval.  Cuánto tiempo de vacas, valle y el agua de Ángel. Nunca llueve en Tilcara.  Suben los tachos de día, las mujeres cargan menos, no más. Las mujeres cargan a sus hijos, Hilda carga el suyo, con él baja la cuesta, encuentra el valle, vende la leche y vuelve a subir. Y así el hijo ya sabe el poder de su madre, el hijo ya es el valle y va con ella al carnaval. Los dos bailan con la música que se escurre de golpes y cuerdas. Los dos se acunan en el suelo rugoso del galpón. Todos elogian el vestido negro de flores chiquitas, blancas, las que vuelan. El hijo atrapó tres que tiene bajo su gorra marrón, abraza sus pies ahora calzados de un polvo gris que nunca será asfalto. Piensa feliz en el valle que le dará el sustento. Recuerda que un día su madre aprendió a detenerlo para siempre.

 

Cuento ganador VIII versión - año 2011

 

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